Fiesta 2025: 8 de junio
La venida del Espíritu Santo sobre los dicípulos y la virgen
Jesús subió al Cielo y está sentado a la derecha del Padre. Hagamos una referencia al momento cumbre en el que se manifiesta apoteósicamente el Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente, dando así lugar al cumplimiento de la promesa de Cristo. El descenso del Paráclito es el momento culminante en el que se hace realidad lo que el Señor prometió en la Última Cena. Desde Pentecostés ya la Iglesia entera de todos los tiempos está vivificada por el Espíritu de Cristo. Su acción también sobre los creyentes, en particular, propicia la identificación con Cristo.
En el Cenáculo, la última noche de su vida terrena, Jesús había prometido cinco veces el don del Espíritu Santo. En ese mismo lugar, el Cenáculo, al atardecer del mismo día de la Resurrección, Jesús se había presentado ante los Apóstoles y derramado sobre ellos el Espíritu prometido, con el gesto simbólico de soplar sobre ellos y pronunciar las palabras: Recibid el Espíritu Santo.
Ahora, cincuenta días después y de nuevo otra vez en el mismo lugar -el Cenáculo-, el Espíritu Santo irrumpe con fuerza y transforma el corazón y la vida de los allí reunidos. Son los primeros fieles, que constituyen allí la Iglesia naciente. Desde entonces toda la historia de la Iglesia está penetrada de la presencia y de la acción del Espíritu Santo. Ya, toda la vida del cristiano se debe desarrollar bajo el influjo del Espíritu de Cristo.
El último mandato de Jesús a sus Apóstoles antes de la Ascensión fue ése: “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto”[1]. Ellos obedecen y vuelven a Jerusalén, y allí aguardan rezando junto a María, la Madre de Jesús. “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu”[2]. Rezan unidos como Jesús pidió a su Padre en la oración sacerdotal: “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí”[3].
Dentro de la pluralidad de dones del Espíritu Santo la perseverancia en la oración ya es uno, y muy importante. Desde el comienzo, la Iglesia es una comunidad de Apóstoles y discípulos, tanto hombres como mujeres. Es obvio que la presencia de la Madre de Cristo tuvo un papel de gran importancia en aquella preparación para Pentecostés. Como escribe san Lucas, “de repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban… y quedaron todos llenos del Espíritu Santo”[4].
Es significativa la expresión de plenitud utilizada: “llenó”, “quedaron todos llenos”. Parece querer significar la generosidad con que se da el Don del Espíritu Santo. Junto a esto está el hecho de hablar en otras lenguas “según que el Espíritu les concedía expresarse” [5], indicando unidad en la pluralidad. Todo lo contrario de lo sucedido con la confusión de lenguas en Babel, donde pretendía el hombre aliarse para no depender de su Creador.
La población de Jerusalén estaba compuesta esos días por gentes de todo el mundo conocido que habían ido con ocasión de la fiesta. San Lucas al describir sus procedencias: “Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes” [6] recorre el mapamundi de la época. Es una manera de proclamar la universalidad de la fe cristiana.
«Pedro, movido por el Espíritu Santo, toma la palabra en nombre del Colegio Apostólico. Aparece ya desde el comienzo la estructura apostólica de la Iglesia.«.
Se cumplen aquellas significativas palabras de Jesús en la conversación que tuvo junto al pozo de Sicar, con la mujer samaritana, cuando le dijo: “Créeme mujer, que llega la hora (y ya estamos en ella) en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren” [7]. En Pentecostés da comienzo aquella adoración del Padre en espíritu y verdad, sin ceñirse a un solo lugar, porque en la vocación del hombre está reconocer y honrar al único Dios, que es puro Espíritu, y por tanto abierta a la universalidad.
Pedro, movido por el Espíritu Santo, toma la palabra en nombre del Colegio Apostólico. Aparece ya desde el comienzo la estructura apostólica de la Iglesia. Los Once comparten con Pedro la misma misión, la vocación de dar con autoridad el mismo testimonio. Pedro habla como el primer Vicario de Cristo, el primer Papa, según el mandato que recibió directamente de Cristo. No hay resquemores, ni peleas como antaño. Nadie pone en duda la tarea y el derecho que Pedro tiene de hablar en primer lugar y en nombre de los demás.
Su discurso sigue un esquema sistemático y bien construido. La disertación de Pedro es importante también desde este punto de vista. Es un pescador, no un maestro de Israel, pero inundado del Espíritu Santo se hace oír y lo hace con autoridad. Efectúa una alocución valiente fiado en la fe en Cristo Resucitado. Se manifiesta, gracias a las palabras que pone el Espíritu en sus labios, como perfecto conocedor de las profecías referidas a ese momento histórico.
Recuerda con valentía que ellos -mandatarios y pueblo- entregaron a Jesús Nazareno a los gentiles para que le llevaran a la Cruz, pero… ¡ha resucitado! Tal vez muchos de los presentes habían participado en los acontecimientos de Jerusalén que habían concluido con la crucifixión de Cristo.
Dice Pedro: “Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazareno, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó, librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio”[8].
Su largo discurso está perfectamente ensamblado con el Antiguo Testamento. “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”[9], concluye Pedro. Completa su exhortación animándolos a recibir el Bautismo: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”[10]. Cumpliendo fielmente lo que Cristo había establecido, Pedro exige no sólo “la conversión”, sino también el bautismo en el nombre de Cristo “para remisión de los pecados”.
En efecto, los Apóstoles, el día de Pentecostés, quedaron “llenos del Espíritu Santo”. Por eso, transmitiendo la fe en Cristo Redentor, exhortan al bautismo, que es el primer sacramento de esta fe. Puesto que ese bautismo realiza la remisión de los pecados, la fe debe encontrar en el bautismo la propia expresión sacramental para que el hombre se haga partícipe del don del Espíritu Santo.
por PEDRO BETETA
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En efecto, los Apóstoles, el día de Pentecostés, quedaron “llenos del Espíritu Santo”. Por eso, transmitiendo la fe en Cristo Redentor, exhortan al bautismo, que es el primer sacramento de esta fe.
[1] Lc 24, 49. [2] Hch 1, 14. [3] Jn 17, 21-23. [4] Hch 2, 2.4. [5] Hch 2, 6. [6] Hch 2, 9. [7] Jn 4, 21. [8] Hch 2, 22-24. [9] Hch 2, 36. [10] Hch 2, 38.
PENTECOSTES: LA FIESTA DE LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO*
Pentecostés (del griego πεντηκοστή pentēkostḗ ‘quincuagésimo’) es el término con el que se define la fiesta cristiana del quincuagésimo día del Tiempo de Pascua. Se trata de una festividad que pone término a ese tiempo litúrgico y que configura la culminación solemne de la misma Pascua, su colofón y su coronamiento.
Durante Pentecostés se celebra la venida del Espíritu Santo y el inicio de las actividades de la Iglesia. Por ello también se le conoce como la celebración del Espíritu Santo. En la liturgia católica es la fiesta más importante después de la Pascua y la Navidad. La liturgia incluye la secuencia medieval Veni, Sancte Spiritus.
Los judíos celebraban una fiesta para dar gracias por las cosechas, 50 días después de la pascua. De ahí viene el nombre de Pentecostés. Luego, el sentido de la celebración cambió por el dar gracias por la Ley entregada a Moisés.
En esta fiesta recordaban el día en que Moisés subió al Monte Sinaí y recibió las tablas de la Ley y le enseñó al pueblo de Israel lo que Dios quería de ellos. Celebraban así, la alianza del Antiguo Testamento que el pueblo estableció con Dios: ellos se comprometieron a vivir según sus mandamientos y Dios se comprometió a estar con ellos siempre.
La gente venía de muchos lugares al Templo de Jerusalén, a celebrar la fiesta de Pentecostés. En el marco de esta fiesta judía es donde surge nuestra fiesta cristiana de Pentecostés.
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