Los dones del Espíritu Santo
junio 10, 2024

Fiesta 2025: 8 de junio – Continuación

Los dones del Espíritu Santo

Sabemos ya que con el Bautismo recibimos tanto las virtudes teologales o infusas como los dones. Con el sacramento de la Confirmación éstos se reciben con una plenitud que el Bautismo no otorga. Así pues, lo primero de todo es intentar decir qué son los dones del Espíritu Santo.

Una primera aproximación a los dones del Espíritu Santo sería decir que son regalos de Dios que perfeccionan a las virtudes y con ello a la naturaleza humana. El Catecismo los define como “disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las inspiraciones divinas”[1]. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

Vienen a ser como ciertas cualidades que afinan y superan las potencias del alma, inteligencia y voluntad, hasta el punto de hacerlas capaces de ser movidas pronta, gustosa y fá­cilmente a realizar actos buenos. Podríamos subrayar en esta frase que los dones hacen pronta, gustosa y fácilmente actos buenos que de suyo serían arduos, desagradables y difíciles.

Las virtudes humanas también son cualidades estables del alma para actuar humanamente bien, pero las virtudes infusas además sobrenaturalizan el modo del obrar humano. Lo que añaden los dones a este modo sobrenatural de obrar es algo enteramente nuevo: elevan la vida del cristiano a una perfección y altura insospechadas. El cristiano, mediante las virtudes infusas, se mueve de acuerdo con la vocación recibida.

Con los dones, es el mismo Espíritu Santo el que le mueve a obrar desde dentro, con un cierto toque divino. Se puede decir que no solo lo hace bien sino divinamente. Es como si fuera el alma en volandas hacia el bien con facilidad, prontitud y gusto. Dicho esto, es lógico desearlos recibir y aumentar.

Breve revisión de los siete Dones del Espíritu Santo

¿Qué orden seguiremos en este breve recorrido de los siete dones? El orden en que son nombrados en el Evangelio es, citando a Isaías: “descansará sobre Él el espíritu de Dios, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, espíritu de temor de Dios”[2].

Aunque diversos autores eligen otros criterios, se seguirá el siguiente orden: desde el don de temor, para ascender por el de piedad y ciencia hasta el de sabiduría. Pues está escrito: “el temor es el comienzo de la sabiduría”[3] y así lo enseña también San Agustín[4].

A continuación, se abordará con gran brevedad en qué consiste cada uno y el papel que juegan en la vida sobrenatural.

El don de Temor de Dios : Este don consiste en que el alma disfruta de la bondad de Dios y siente, a la vez, un horror terrible ante la posibilidad de ofenderle. Este don le conduce, no solo a detestar el pecado mortal sino también el venial. Impulsa al alma a intentar con una lucha heroica, pero abandonada en Dios, erradicar los defectos e imperfecciones que ve en él, comenzando primero por aquellos que más desagradan a Dios.

Comprende, a la luz de la fe, que un sólo pecado -sobre todo mortal, pero también los pecados veniales- constituye un desorden peor que el mayor de los cataclismos que asolara el universo[5]. Santo Tomás, por su parte, también afirma que el bien de la gracia de un solo hombre es mayor que el bien natural del universo entero.

Y así, con este don, comienza el alma a olvidarse de sí mismo mediante el ejercicio de una exclusiva ocupación: servir a los demás. Interesarse por la felicidad eterna y terrena de todos los que le rodean. Esto lleva de la mano a considerar la virtud de la humildad como primer paso. Conduce a pararse a pensar cuántas veces pecó tanto en el pasado como en la actualidad sin desanimarse.

No le desalienta aceptar que es pecador porque eso es lo que es. Se reconoce pecador que, ingenuamente, tantas veces se escondió de Dios, tanto él como su pecado, al igual que hicieron Adán y Eva al principio.

A pesar de todo, cuando, arrepentido, acude al Sacramento de la Reconciliación, Dios no solo le perdona, sino que vuel­ve a reconocerle como hijo y, por la gracia, vuelve a ser incluso mejor que antes. Mejor, más humilde, se endiosa.

La humildad endiosa porque deja hacer al Espíritu Santo, y Él es quien santifica. Espléndida­mente lo expresa San Basilio: “Del Espíritu Santo proviene (…) la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios”[6].

La labor de ir identificándose con Cristo es cosa del Espíritu Santo. “El Espíritu nos hace cristiformes mediante su fuerza santificadora. Él es verdaderamente como la figura o la estructura de Cristo, Salvador nuestro, y nos imprime por sí mismo la imagen de Dios”[7].

De otra parte, este don conduce, no solo a evitar decididamente la ocasión de pecar, sino también al desagravio por los pecados propios y ajenos cometidos. Da un deseo ardiente de tener los mismos afanes redentores de Jesucristo.

El don de Piedad: Nunca se le hubiera ocurrido al hombre soñar ser con lo que realmente es si Dios no se lo hubiera revelado. Es un don[8], cuya característica principal es dar al alma una filial familiaridad con Dios. Mediante el don de piedad el cristiano se dirige a Dios, como Padre nuestro que es. Este sentido de hijo pequeño de Dios es el efecto propio del don de Piedad.

¡Que es su hijo, además, un hijo pequeño y débil! Y ellos son los más queridos siempre. Así lo dice la Escritura: “como una madre acaricia a su hijo, Yo os llevaré sobre mi pecho, os meceré sobre mis rodillas”[9]; y en otro lugar: “¿puede una madre olvidarse de su hijo? (…), pues, aunque ella se olvidare, Yo no me olvidaré de ti”[10].

No es el hombre un ser indiferente para Dios. Tampoco es como un siervo semejante al amo por su naturaleza espiritual. Es un amigo y es mucho más. Es, además de amigo, hijo queridísimo de Dios al que llama Papá, porque ¡lo es! ¡Abba, Padre![11]. Esta realidad divina se recibe con el Bautismo, que le hace partícipe de la naturaleza divina. Se podría afirmar, poéticamente, que corre por nuestra alma la vida de Dios.

El Don de Temor, como hemos dicho, lleva a la humildad de saberse capaz de cometer cualquier pecado; nos impulsa a evitar decididamente la ocasión de ofenderle –aun en cosa pequeñísima- y a desagraviar. Pues bien, el Don de Piedad lleva a saberse y sentirse hijo pequeño que se refugia en los brazos del Padre; como hacen los pequeños cuando tienen miedo e incluso cuando el miedo lo produce su propio llanto.

Los niños pequeños están siempre pidiendo cosas y preguntándolo todo, y con ello ponen a prueba la imaginación de los padres, que desean contentarles. El don de piedad impulsa a pedirlo todo, con la seguridad de conseguirlo, ya que el mismo Cristo dijo: “pedid y se os dará”[12] y “si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá”[13]. ¡Qué comprometida afirmación del Señor, que llena de seguridad la oración!

Como no sabe qué es lo que conviene pedir, no se desanima si no lo recibe. Su Padre Dios hace como las madres, que no dan un dulce a su hijo diabético precisamente porque le quiere, y si le da pescado lo hace después de haber quitado todas las espinas. Lo primero que ha de pedir el cristiano es el Espíritu Santo, ya que Dios Padre se lo da siempre a quien se lo pide[14]. Así las cosas, este don impulsa a pedir con desvergüenza de niño que le conceda el Espíritu Santo.

El don de Ciencia: El más exquisito manjar y mejor condimentado puede ser sano para unos seres pero nocivo para otros. Dependerá, entre otras cosas, de la naturaleza de éstos. De modo análogo, hay quien es capaz de elevar su corazón a Dios lleno de agradecimiento cuando ve una flor, el mar embravecido, un pequeñín que ríe o la vida silenciosa y heroica de una madre de familia numerosa. Y, sin embargo, no todos lo captan.

El alma, mediante el don de Ciencia, es llevada por el Espíritu Santo a conocer de un modo divino las realidades creadas, apreciando en ella la mano poderosa de Dios que todo lo hace bien. Verá cómo todo lo que le ocurra a él o a otros, manifiesta la bondad de Dios, aunque no lo entienda o sea, en apariencia, malo.

Sabe que no es así. Que, hasta el dolor, la enfermedad, la calumnia, la pobreza, la persecución, etc., no son algo malo a evitar al precio que sea, sino algo bueno que Dios da a los que ama, aunque no se entienda. Sabe que lo único malo es el pecado y éste es obra de los hombres, no de Dios. “Dios corrige al que ama y castiga al que tiene por hijo”[15].

El objeto de este don son las cosas creadas en general, que han de ser vistas tal y como son; es decir, como las ve Dios. Las cosas son como las ve Dios y no como las vemos nosotros. De ahí que la visión sobrenatural que da la fe hace poseer y gozar de la verdad de la creación. No hay que olvidar que el mundo lo ha creado Dios y que -puesto que todo lo que Él hace es bueno-, el mundo lo es por el mero hecho de haberlo creado. Si las cosas no fueran buenas no las habría llamado a la existencia. Dios no ama las cosas porque sean buenas, Él las hace buenas al amarlas.

Este modo de penetrar las realidades terrenas con el don de Ciencia lleva a agradecer las humillaciones y las contrariedades porque ve en ellas el mejor modo de desprenderse de su yo. Agradece que el Señor le pida cada día más, porque lejos de ver en ello intransigencia lo palpa como una muestra de confianza en él.

Al considerar este don creemos necesario detenerse en un aspecto que lo hace especialmente atractivo, teniendo en cuenta que estas páginas están dirigidas a cristianos corrientes que viven en el mundo. Este don lleva a descubrir la grandeza de la vida corriente, a encontrar en el quehacer diario y en la honesta realidad temporal el camino querido por Dios para que llegue a la santidad la gran mayoría de los cristianos que pasan a nuestro lado.

También los primeros cristianos vivían así, inmersos plenamente en el mundo, dando testimonio con una vida en coherencia con su doctrina. Es emocionante, al cabo de casi diecinueve siglos, leer un texto de Tertuliano que dice: “no dejamos de frecuentar el foro, el mercado, los baños, las tiendas, las oficinas, las hosterías y las ferias vues­tras; no dejamos de relacionarnos, de convivir con vosotros en este mundo. Con vosotros navegamos, vamos a la milicia, trabajamos la tierra y de su fruto hacemos comercio. Y vendemos al pueblo para vuestro uso los productos de nuestros quehaceres y fatigas”[16].

El don de Ciencia lleva también a valorar cada día más las realidades sobrenaturales suscitadas por Dios en beneficio espiritual de las almas: la Iglesia, los Sacramentos, la devoción a su Santísima Madre, la oración, etc. Y algo muy importante: la formación catequética. Siente la necesidad de conocer cada vez más y mejor la doctrina de Cristo. Emerge la decisión de formarse cada día más. De acudir a los medios oportunos que se le ofrezcan para adquirir esa formación doctrinal: retiros, charlas, lecturas, estudio, pláticas, etc.

Ve la necesidad de tener un acompañamiento espiritual suavemente exigente. Acude con frecuencia al Espíritu Santo para que le conceda saber juzgar rectamente las cosas creadas, verlas con su luz y evitar la mundana sabiduría, impidiendo que el corazón se apegue a algo que no sea Dios.

«Las virtudes humanas también son cualidades estables del alma para actuar humanamente bien, pero las virtudes infusas además sobrenaturalizan el modo del obrar humano. «

El don de Consejo: Saber de una cuestión no significa que ya se tenga habilidad para ejercitarla. Es como sacar el carné de conducir. Se tienen los conocimientos para manejar un automóvil, pero para hacerlo bien se requiere al principio de una gran concentración. Es difícil hacer todo lo que se sabe a la vez, y no se podrá evitar algún movimiento brusco o pasar apuros.

Pero gracias a haber conducido muchas horas, esa misma persona llegará a hacerlo con seguridad, suavidad y relajadamente, por­que habrá adquirido una especie de instinto. Podrá incluso detectar ruiditos anómalos y adelantarse a distracciones de otros conductores sin padecer tensiones.

Algo parecido ocurre en lo sobrenatural. El don de Consejo da como un instinto divino para aplicar sin apenas esfuerzo, con prontitud y gusto, la visión sobrenatural del don de Ciencia. Se ejercita con espontaneidad la virtud de la prudencia. Impulsa este don a llevar una sencilla contabilidad diaria y personal para detectar los errores y tasar el avance en la virtud. Lejos de desanimar esta especie de examen estimula a buscar las causas y poner remedio.

Ese examen es muy personal, como lo es un traje a la medida, a nuestra medida. Se observan los principales defectos que nos afean, se consulta con la persona que siga nuestro acompañamiento espiritual y se confecciona una pequeña lista de preguntas para revisarlas día a día.

Serán preguntas concisas y concretas expresadas con cierta garra para que, aunque se lean antes de entregarnos al sueño, sean como un pequeño azote que despierte el alma. Por poner algún ejemplo aquí: ¿hice tal o cual trabajo a su hora y con orden? ¿puse buena cara a esa persona que no me cae bien? ¿sonreí habitualmente, aunque estuviera cansado o haya tenido dificultades a lo largo de la jornada? Etcétera.

Se trata de que sea cada uno quien elabore las preguntas. Pocas y leídas diariamente. No han de faltar algunas que hagan referencia al trato con Dios y al trabajo. Serán tres o cuatro minutos, nada más, en los que al final nazca del corazón un amoroso lamento como el que salió de labios de San Pedro: “Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo”[17].

También, en cuanto a la formación ascética y doctrinal se refiere, el don de Consejo acrecienta el deseo que la fe pone en el alma de conocer con hondura las cosas de Dios, de su Iglesia, temas doctrinales… Dirige este don a estudiar, a no juzgar nada con meras suposiciones y a no dejar de exponer la doctrina segura, con sencillez y sin afán de dar lecciones.

El don de Fortaleza: Este, como todos los demás dones, perfecciona las virtudes sobrenaturales, de las que se distingue claramente. Bien distinto es el don de Fortaleza de la virtud cardinal del mismo nombre. La virtud es generosidad en el esfuerzo y perseverancia ante las dificultades que encontramos en nuestro caminar hacia Dios.

El don del Espíritu Santo añade a esta virtud una perfección para operar sobrenaturalmente más intensamente, sin esfuerzo, espontáneamente y con mayor prontitud. Por concretar, analicemos tres de los conceptos relacionados con este Don: Afán de santidad, heroísmo en lo pequeño y un gran deseo de ir haciéndose como niños.

Afán de santidad. Lo resume con estas palabras la Santa de Castilla: “aunque me canse, aunque no pueda, aunque reviente, aunque me muera”, y también dirá en otro lugar, manifestando su deseo de santidad: “no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue acá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo”[18]. Decisión de santidad al precio que sea, pues.

El heroísmo de lo pequeño. Casi todos los dones llevan a hablar de cosas pequeñas. No es capricho. Es el estilo del Espíritu Santo. “Has errado el camino si desprecias las cosas pequeñas”[19]. “Del desprecio a las cosas pequeñas, libradnos Espíritu Santo”[20]. Es heroísmo intentar hacer todas las cosas bien, todos los días, bien rematadas hasta el final, aunque no lo agradezcan e incluso lo malinterpreten. Fortaleza heroica para ejercitarse en todas las virtudes, amando lo que éstas suelen acompañar: humillaciones, falta de tiempo, de me­dios, hambre, etc.

Hacerse como niños. Las anécdotas son a veces más elocuentes que los discursos. Cuento una que sirve para centrar estas líneas. Ocurrió en un hogar un día cualquiera. Un pequeñín de tres años pasea un jarrón de gran valor por el pasillo, lo lleva “volando” como si fuera un juguete mientras imita con la boca el ruido de un avión. Su madre horrorizada no se atreve a chillar, no sea que del susto lo suelte. Suavemente lo llama y le hace mil promesas si obedece. El niño no atiende a razones. En ese momento llega su padre a casa. Entra, lo ve y grita “¡suelta eso ahora mismo!” Obedece el niño, y también el jarrón obedece… a la ley de la gravedad. Se hace añicos, mil pedazos.

Se entabla entonces una discusión matrimonial sobre la causa del destrozo y luego sobre la conveniencia o no de seguir las pedagogías actuales de no dar un cachete a los niños. En el fragor de la discusión es el niño pequeño quien unifica criterios dispares y dice: “Papá, castígame porque si sólo me regañas se me olvidará”.

Hacerse como niños pequeños ante nuestro Pa­dre Dios lleva a desear desagraviar, a reparar por nuestras faltas, a no huir de la corrección, a agradecer la manifestación de amor que supone que Dios nos amoneste. Entiende el alma que, puesto que Dios corrige al que ama, las pequeñas cruces de cada jornada manifiestan el amor de predilección -de hijos- que Dios nos tiene.

Don de Inteligencia: Evidentemente no se refiere a la facultad intelectiva del mismo nombre. Se refiere a la disposición sobrenatural del alma que mediante este don del Espíritu Santo es capaz de entender y penetrar fácilmente -como por intuición- determinados misterios de nuestra fe.

Inteligencia viene del latín intus y légere, leer dentro, profundizar.  Es ahondar y descubrir el senti­do de un gesto, de unas palabras o de una acción de Nuestro Señor Jesucristo narradas en la Sagrada Escritura, mil veces leído antes, pero ignorado su nuevo sentido. Textos, quizá meditados muchas veces, no habían sido comprendidos hasta el día de hoy, y eso ha sido… gracias a este don.

Este don tiene especial realce pues, como recoge San Juan: “la vida eterna consiste en conocerte a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste”[21]. Los Dones son regalos divinos para todos los fieles. No van dirigidos a cristianos… “de élite”. Todos los recibimos junto con la gracia santificante en el alma mediante el Bautismo, y en la Confirmación alcanzan cierta plenitud.

Goza el Paráclito dando sus dones, si bien pide docilidad y mantener un clima de oración y de personal desprendimiento íntimo. Se penetra con este don en las realidades divinas que se esconden en los Sacramentos, en la liturgia, en las enseñanzas del Romano Pontífice, etc. De modo semejante a como en un ambiente cálido y húmedo crecen los árboles con sus flores y posteriormente aparecen cuajados de frutos, así en un clima de oración arraigan los dones y los actos buenos, que son como el fruto.

Se citan dos de los aspectos más importantes a los que conduce este don divino: desprendimiento de sí y afán de imitar cada vez más a Jesucristo hasta identificarse con Él.

Desprendimiento de sí. Se hace necesario seguir la invitación del Maestro a una entrega sin condiciones: “Si alguno quiere venir en pos de mí niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”[22]. El Señor no pide mucho ni poco; lo pide todo. Poco o mucho, no importa, pero sí que se le dé todo lo que se tenga. Él lo ha dado todo.

Es Él el primero que ama y lo hace de un modo ilimitado y desinteresadamente. Dios se despoja de su divinidad, se abaja a ser de los nuestros, sufre lo inimaginable… y todo por amor, para darnos la posibilidad de ir al Cielo y poseer la felicidad que nunca termina nunca. Es, pues, natural que pida amor y anime a corresponder sin topes ni intereses.

Lo propio del verdadero amor es no ser pro­pio. El amor propio, desordenado, no es amor, es egoísmo. Lo propio del amor es salir de sí, darse del todo, con esfuerzo muchas veces, pero sin medida. El egoísta está en constante monólogo interior. Sólo piensa en sus cosas, en lo que pensarán de él los demás, en si le miran o en que… tendrían que mirarle.

Con asombrosa naturalidad fluyen de sus labios cosas personales, aunque las enmascare con ingenuas razones. Se habla de lo que se piensa. Es lógico, pues, que quien no piensa más que en sí… hable con frecuencia de él. Y además… ¡no se da cuen­ta! Es un claro indicio de que falta ese desprendimiento personal, condición sine qua non para este don del Espíritu Santo.

Identificación con Cristo.  Conduce a decidirse a conocer a fondo la vida de Jesús. Puede que sea el camino para corresponder mejor a este don. Precisamente a base de escudriñar la Sagrada Escritura y mirar a Cristo en el Evangelio, será en Él en quien pensará y de Él de quien hablará con naturalidad y espontaneidad. Conseguirá descubrir los modos de actuar, gestos, miradas, actitudes, respuestas, preguntas, el tono de su voz, la dulzura de sus palabras…

De este don de Inteligencia emergerá, sobre todo, un afán de identificarse con Jesús y con sus Amores: su Padre Dios, el Paráclito, la Virgen María, San José, los ángeles, los santos, los niños, los enfermos del alma y los enfermos físicos y el grupo de sus amigos: los Apóstoles, Marta, María, Lázaro… las almas todas.

Don de Sabiduría: El don de Sabiduría es el más precioso porque “al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida”[23]. El objeto de este don es saborear, paladear, las cosas divinas en primer lugar y después de ellas las de este mundo en cuanto hacen relación a Él.

Es una actitud la del alma con su Dios semejante a la que ocurre en la vida familiar cuando un ser querido está enfermo y sufre, aunque sea un sencillo malestar corriente. Vas a verle, llamas y, ante el mutismo, entras de puntillas en la habitación. La alcoba es­tá a oscuras. Apenas haces ruido y hablas bajito por si duerme. Pero compruebas inmediatamente que no es así. Estaba el enfermo esperando, deseoso, que alguien entrara.

Entonces, te ofreces a prestarle algún pequeño servicio: levantar la persiana, traerle un refresco, hacerle la cama…etc. A todo te contesta con un lacónico “no, gracias”. Visto el éxito dices ¿quieres que me vaya? Y, esta vez, el no es ro­tundo y sonoro. El enfermo solo quiere tu compañía. No quiere conversación, ni líquidos, ni luz. Quiere estar, sentirse, acompañado. ¡Consuela y da tanta seguridad no estar solo!

Algo así puede ser lo que ocurre con este don. Es cercanía de Dios, unión con Él a través del dolor, de la paz de los sen­tidos, pero con el elocuente silencio de la presencia de Dios con el que se mantiene un diálogo callado, de amor. “So­bran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas”[24].

Es comprender que Dios es consolado con sólo verte a su lado, sin hacer nada, gozando con que seas tú su consuelo. Quiere ser acompañado en la Eucaristía con tu presencia amorosa. Y es que este don lleva a la contemplación de Dios mientras realizas tu trabajo en la entraña del mundo, porque el mundo no te separa ni te obstaculiza para esa contemplación.

Lleva este don a conocer como por con-naturalidad cada vez más de los afectos y sentimientos que alberga Cristo en su corazón. Este modo connatural de conocer es veloz y sin errores. Sabe más de Dios el santo que el teólogo, precisamente por este modo connatural de cono­cer. Este don de Sabiduría hace clamar como a San Pablo: “Vivo, pero no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”[25].

Con este don se ve que todos los acontecimientos de la historia y del mundo son dirigidos por la mano amorosa de Dios. No llamará a nada desgracias. Todo es bueno menos el pecado. El dolor, la enfermedad, la muerte de un ser querido, la certeza de nuestra muerte, la falta de bienes necesarios, la difamación, la calumnia, la incomprensión y todo lo que contraría física y moralmente es visto a la luz de la fe, que hace entender la predilección que supone la Cruz para el cristiano.

Así, el alma que está plenamente bajo la acción del don de Sabiduría no se complace más que en Dios y no encuentra gozo más que en Él y en lo que interesa a su gloria. Este don -como todos- ayuda y refuerza las virtudes infusas dando frutos de paz y de serenidad.

por PEDRO BETETA

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Con los dones, es el mismo Espíritu Santo el que le mueve a obrar desde dentro, con un cierto toque divino.

[1] CCE; 389., [2] Is 11, 2. ; [3] Pr 1, 7.; [4] Cf. San Agustín, Sermón 347, 2.; [5] “La Iglesia católica sostiene que, si el sol y la luna se desplomaran, y la tierra se hundiera y los millones que la pueblan murieran de inanición en extrema agonía, por lo que a males temporales atañe, todo ello sería menor mal que no que una sola alma, no digamos se perdiera, sino que cometiera un solo pecado venial, dijera deliberadamente una mentira o robara, sin excusa, un penique” (San J.H. Newman, Apología pro vita sua, BAC, Madrid 1977, p. 194).; [6] San Basilio, De Spiritu Sancto, 9, 23.; [7] San Cirilo de Alejandría, Sermón Pascual; [8] Nota: ni el texto bíblico masorético ni la Neovulgata mencionan el don de Piedad; sin embargo, la tradición de la Iglesia lo ha recogido en la Vulgata, traducida LXX.   ; [9] Is 66, 12. ; [10] Is 49, 14. ; [11] Cf. Rm 8, 15. ; [12] Mt 7, 7. ; [13] Jn 16, 23. ; [14] Cf. Lc 11, 13. ; [15] Hb 12,6. , [16] Tertuliano, Apologeticum 42, 1-3. ; [17] Jn 21, 17. ; [18] Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 21, 2. ; [19] San Josemaría, Camino, 816. A partir de ahora C.  ; [20] F. J. Del Valle, Decenario al Espíritu Santo, “Letanía del Espíritu Santo”. ; [21] Jn 17, 3. ; [22] Mt 16, 24-26. ; [23] San Josemaría, ECP, 133. ; [24] San Josemaría, Amigos de Dios, 307. A partir de ahora AD. ; [25] Ga 2, 20.

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