Fiesta 2025: 8 de junio – Continuación
El Espíritu de Dios guía al cristiano a través de la historia
El Señor pide al cristiano confianza y docilidad al Espíritu Santo para descubrir en todos los momentos de su vida la constante acción beneficiosa del Paráclito. Dios habla a todos los hombres a través de la Sagrada Escritura, pero también lo hace, personalmente, a través de su propia historia. ¡Cuántas veces con el pasar del tiempo, se reconoce lo beneficioso que resultó un acontecimiento que en el pasado no se asumió e incluso contra el que nos rebelamos!
Muchos son los ejemplos en la Sagrada Escritura que muestran la eficacia de ser dóciles a las indicaciones que Dios hace a través, habitualmente, de instrumentos suyos. Por ejemplo, la obediencia de Naamán, a la indicación del profeta Eliseo de lavarse en el Jordán para quedar limpio de la lepra, o cuando Saulo de Tarso doblega su fuerte personalidad y espera con ayuno y oración a que Ananías le bautice y así recuperar la vista. Lo podía haber hecho el mismo Cristo directamente cuando se le apareció camino de Damasco, pero quiere llevarlo a cabo a través de él.
Cristo, que busca solo y en todo hacer la Voluntad del Padre, se va dejando llevar mansamente por el Espíritu. El empeño del cristiano por buscar y hacer siempre la voluntad de Dios se ve premiado de luces, inspiraciones y reconvenciones del Espíritu Santo para alcanzar la madurez cristiana. Estas mociones pueden llegar de muchas formas: una predicación, la dirección espiritual, la lectura de un libro, o también de las advertencias que nos hacen quienes conviven con nosotros, etc.
Así va ilustrando el Espíritu Santo el alma del cristiano y dibujando con trazos cada vez más fuertes la imagen de Cristo. El alma va adquiriendo sazón en su vida interior. Es Dios quien quiere ese crecimiento “hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo”[1], como dice san Pablo.
De la mano del Espíritu Santo se entra en el misterio de Cristo. Desde la Encarnación hasta su muerte en la Cruz se revela en el Evangelio, explícita o implícitamente, su acción. Al entrar en la vida del Señor por el Evangelio, el cristiano se asoma a la personalidad de Cristo, que es el protagonista de la historia. Se va intuyendo ya la importancia que tiene la docilidad al Espíritu Santo en la identificación con Cristo.
El organismo sobrenatural: gracias actuales, dones del Espíritu Santo y Frutos
La Iglesia echa a andar en Pentecostés y ya para siempre camina con sus hijos hacia el Cielo con el viento impetuoso de la gracia, del Espíritu Santo. La armonía a la que desea llevar el Paráclito al cristiano, si es dócil, es divina. Su gracia no falta y, sin embargo, el cristiano puede poner obstáculos en ese crecimiento que conduce al puerto deseado: la identificación con Cristo.
Al exponer ahora, con sencilla brevedad, la relación entre gracias actuales, virtudes, dones del Espíritu Santo y frutos, se pretende esbozar una visión de conjunto, aunque sea tosca, de lo que estamos tratando, pero en el alma de los fieles.
1.- El Espíritu Santo entra en el alma por el Bautismo
Los cristianos son de alguna manera dueños del Espíritu Santo porque Cristo se lo ha entregado. Y si Jesús se lo ha dado, ya les pertenece. Son, gracias a ese Regalo, sus “dueños”. ¿Cómo y por qué ha hecho eso el Señor con el hombre, que no es nada? Mediante su Sacrificio en la Cruz y porque su amor desea que seamos santos, eternamente felicísimos. De esa manera, se cumplirán los designios que Dios Padre tiene sobre ellos desde toda la eternidad.
El Bautismo es el comienzo de la vida sobrenatural, de modo análogo a como lo es la concepción en la generación humana. Con este sacramento “se recibe el Espíritu Santo, las virtudes infusas o virtudes teologales de fe, esperanza y caridad”[2]. Son éstas unas virtudes que no se pueden conseguir con el esfuerzo personal ni buenas disposiciones o talento. Las tiene que dar Dios y de hecho lo hace porque nos quiere.
Junto con todo esto, el alma recibe también los dones del Espíritu Santo y muchas otras gracias. Esta vida divina debe, como en la vida natural, crecer y madurar. La santidad es una cuestión abierta dado que el ideal de santidad es Cristo y nunca se está plenamente identificado con Él. A eso se dirige el cristiano hasta que sea llamado por el Señor a su presencia.
Hijo de Dios por el sacramento, adornado desde ese mismo momento con las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, el cristiano puede y debe adquirir también todas las virtudes humanas y cardinales e ir avanzando hacia la madurez para la que Dios le predestinó eternamente.
Los actos libres, humanos, siempre dejan huella en el alma, como una señal que se puede hacer estable y se llama hábito. Si son actos buenos forjarán una virtud que perfecciona la naturaleza, pero si, por el contrario, son malos darán origen a un vicio que la deteriorará. Los actos buenos hacen bueno al hombre y los actos malos lo hacen malo como quedó dicho al comienzo de estas páginas. Las virtudes facilitan seguir haciendo actos buenos y perseverar en el camino del bien. Los vicios facilitan seguir haciendo mal las cosas.
«Las gracias son auxilios divinos y eficaces. Y el hombre tiene la posibilidad de aceptarlas o de rechazarlas. Es decir, puede libremente decir que sí a esos regalos divinos o responder negativamente. «.
2.- Las obras, gracias a los dones, adquieren un “toque divino”
¡Cuántas flores se pueden comprar con un diamante! Incontables. Sin embargo, el diamante, por muy perfecto que sea, no puede florecer, porque eso excede a su naturaleza. Tampoco, análogamente, puede el hombre con sus solas fuerzas realizar actos merecedores del Cielo, ya que sobrepasan también su naturaleza
Con todo, Dios nos ha llamado a la existencia para que seamos santos. Lo manda, no lo aconseja. Dice: “ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación”[3]. Y esta llamada divina a la santidad no exige ser buenos, reclama mucho más. Manda ser sobrenaturalmente buenos; es decir, participar de la bondad de Dios, ya que solo Él es bueno. La conquista de la santidad es una aventura de tal magnitud que nuestra inadecuación es mucho mayor que la del diamante para florecer. Pero es idea de Dios, que todo lo puede. Es Él quien lo desea y lo manda.
Y, puesto que lo exige, Él ha elevado nuestra naturaleza, mediante la gracia, para hacernos capaces de tales actos sobrenaturales. Dios respeta la libertad humana con la que nos creó. En su deseo santificador cuenta con ella. Las ayudas divinas no actúan fuera de ella. El orden sobrenatural no destruye ni prescinde del orden natural. Lo expresa bien la misma palabra sobrenatural, “sobrenatural”. Es en el sustrato de lo natural donde construye el orden divino.
Las gracias son auxilios divinos y eficaces. Y el hombre tiene la posibilidad de aceptarlas o de rechazarlas. Es decir, puede libremente decir que sí a esos regalos divinos o responder negativamente. La gracia sana, eleva y robustece la naturaleza humana. Con las virtudes sobrenaturales -también llamadas infusas- puede realizar ya actos merecedores del cielo.
No obstante, el entendimiento y la voluntad, después del pecado original se muestran reticentes para realizar los actos propios de las virtudes sobrenaturales. No fueron aniquiladas, pero quedaron heridas, de tal manera que sus actos carecen de ese toque divino que exige la santidad. Es como si obligáramos a un saltador de altura a efectuar un salto, pero… con un traje de buzo. Capacidad para saltar tiene, pero el ropaje inadecuado se lo impide.
Aquí es donde, por decirlo de alguna manera sencilla, entran los dones del Espíritu Santo. Estos son como ciertas dádivas de Dios que capacitan y perfeccionan a las virtudes humanas e infusas. Y, si mediante las virtudes humanas y divinas, el cristiano pudiera “saltar” de acuerdo con la vocación recibida, los dones del Espíritu Santo le capacitan para que realmente lo haga. De este modo las gracias actuales que recibe le dan ese toque divino en su obrar.
Por poner un ejemplo. Se puede ser hijo de Rey, pero por desconocer su linaje, vivir en un ambiente rastrero y carecer de la adecuada educación regia… seguir siendo un hombre tosco. Sin embargo, si tras conocer su filiación real es educado como tal, adquirirá el refinamiento propio y el toque adecuado de su noble estirpe.
Las virtudes infusas sobrenaturalizan el modo del obrar humano, pero los dones añaden un modo de obrar enteramente nuevo y divino que eleva la vida del cristiano a una perfección y altura insospechadas. Se actúa entonces al modo divino. Los actos de virtud ya son realizados de modo casi connatural, como por instinto; es decir, con facilidad, prontitud y gusto.
Estos actos así realizados tienen una madurez y una dulzura espiritual propia del fruto maduro. De ahí que a esos actos buenos se les puedan llamar frutos por analogía con el cultivo de la tierra. La Sagrada Escritura cita doce frutos del Espíritu Santo: caridad, alegría, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe modestia, continencia y castidad. Pero esta relación no es exhaustiva, pues todo acto bueno sobrenatural realizado gracias a las virtudes sobrenaturales y a los dones del Espíritu Santo con facilidad y gusto, puede llamarse fruto.
3.- Una anécdota pedagógica
No se ve posible, al menos con la sencillez que se pretende, exponer algo tan profundo como es el engranaje sobrenatural entre: gracias actuales, virtudes humanas e infusas, dones del Espíritu Santo, frutos, etc. Es algo que supera la pretensión de estas páginas. No obstante, siguiendo el estilo del Señor que enseñaba con comparaciones, se recordará una “clásica” que permita acercar al lector al misterio del organismo sobrenatural.
Es un ejemplo conocido, tradicional, empleado por algunos autores para hacer una aproximación, obviamente, muy vaga, sobre la acción del Espíritu Santo en las almas. Lo comparan con un barco de vela[4]. Se narrará, a modo de “historia” para ayudar al lector, ya que “se non è vero, è bene trovato”, como dicen en Italia.
Cruzaba, pocas décadas después del descubrimiento del Nuevo Mundo por Colón, un galeote hacia América. Navegaba rápido, viento en popa, gracias a la adiestrada tripulación y su avezado capitán. Pero pasadas varias semanas el viento cesó, y la calma hizo inútil que las velas siguieran desplegadas. No recibían ni una brizna de brisa. El barco, parado, esperaba pacientemente a que volviera a levantarse el viento.
Pero se sucedían las horas, los días, las semanas… y el viento seguía sin aparecer. Los víveres se agotaban, pero sobre todo se acabó el agua. Entonces los nervios pusieron a la marinería al borde del motín. Exhaustos, alguien sugirió remar, pero, sin agua, no había ni fuerzas para intentarlo.
La tripulación comenzó a morir de sed. Y ya se aceptó la idea de remar sin agua e ir muriendo. Remarían poco y no llegarían muy lejos. La costa no debería estar demasiado lejos, según los mapas. De pronto alguien gritó: “¡barco a la vista!”. Pero, si no había viento, ¿cómo podía navegar el barco avistado?
¡Iban remando! Ese barco tenía como ellos -lógicamente- las velas recogidas por falta de viento, pero por delante del barco lo iban remolcando desde un bote de remos varios poderosos marineros que remaban con denuedo. Ellos, por tanto, sí debían tener agua.
Les gritaron: “dadnos agua”. A lo que les respondieron: “tomadla del mar”. Después de una conversación con poca lógica aparente, decidieron probar. En efecto, cataron el agua del mar y era… ¡dulce! Estaban a 100 kilómetros de la costa, justo donde desemboca el Amazonas, caudaloso río de Brasil que se adentra en la mar muchos kilómetros. Hasta aquí la historieta.
En esta historia hay aspectos que pueden “ayudar”, vagamente al menos, a hacerse una idea del funcionamiento del organismo sobrenatural. La embarcación, construida para ser capaz sobrenaturalmente de navegar gracias a los remos, posee también un generoso velamen capaz de acoger la más mínima brizna de viento.
Los remos serían las virtudes humanas capaces de mover el barco lenta y costosamente, y las velas vendrían a ser como los dones del Espíritu Santo. Las velas han de estar lógicamente desplegadas, no recogidas, para poder acoger el viento y avanzar. Al cristiano Dios solo le pide quitar obstáculos, corresponder a la gracia. Pero para desatar nudos, quitar obstáculos e izar las velas hay que tener mucha fuerza muscular y eso vendrían a ser las virtudes cardinales e infusas.
Si no hay poderío para desplegar las velas el viento no mueve el barco. Es decir, el motor del barco es el viento. Y el viento son las continuas gracias actuales que “el Espíritu Santo otorga siempre al alma” para que, si dócilmente se despliegan las velas del barco éste navegue hacia la santidad. Hasta aquí una primera aplicación sobrenatural, aunque tosca e inapropiada, del organismo sobrenatural. Pero sigamos.
El agua del Bautismo nos hace hijos de Dios, lava los pecados, infunde las virtudes infusas y teologales, da los dones del Espíritu Santo, que acogerán todas las gracias actuales que constantemente regala Dios al que ha entrado en su Familia. El Espíritu Santo, con el Bautismo, toma posesión del alma y se convierte en el divino Huésped. Mora ya para siempre si no se le echa por el pecado grave.
¿Qué pide el Señor al cristiano? Ya se ha dicho. Quitar obstáculos con las virtudes para desplegar las velas de los dones del Espíritu Santo, dejarse guiar por un acompañante espiritual que sea buen conocedor de la mar y de nuestras limitaciones. El alimento y las medicinas, etc., vendrían a ser los Sacramentos en este ejemplo.
En esta comparación se ve que es cosa bien diferente la virtud infusa del don del Espíritu Santo. Las virtudes infusas dan la capacidad de juzgar las cosas con la luz de la fe en la Revelación, y actuar conforme a esta mirada sobrenatural. Por su parte, el velamen, los dones del Espíritu Santo, son ciertas perfecciones sobreañadidas al alma que la capacitan para ser movidas, por el viento de las gracias actuales, prontamente, con gusto y además fácilmente. Es un modo sobrenaturalmente natural de ejercitar las virtudes, sin apenas esfuerzo.
Es como ir “en volandas” hacia nuevos continentes, hacia la Patria celestial. En definitiva, los dones del Espíritu Santo son disposiciones sobrenaturales que hacen que el alma sea susceptible de recibir esas divinas inspiraciones -gracias actuales- que impulsan al alma hasta la perfección. Ésa es la razón por la que los dones son necesarios en todo acto sobrenatural.
Por tanto, para que al recibir las gracias actuales éstas muevan al alma, son imprescindibles los dones del Espíritu Santo. Con ellos, el cristiano posee como instintos sobrenaturales, puede ser mejor decir que se adquiere una segunda naturaleza, que lleva a pensar, juzgar y actuar de manera eficaz, como lo haría el mismo Cristo. Pero siendo, pues, distintas las virtudes infusas de los dones del Espíritu Santo, hay una gran relación entre ellas. Las virtudes capacitan para actuar de manera sobrenatural a la inteligencia y la voluntad y alcanzar la unión con Dios, pero no la producen de suyo. Poseer la capacidad no basta para entender y obrar sobrenaturalmente a la luz de la fe.
Las gracias actuales son iniciativa de Dios que, recogidas en el alma por los dones, permiten navegar a la embarcación. Habitualmente siempre sopla el viento del Espíritu Santo con persistentes gracias actuales. No cesa si ve que se corresponde a ellas; es más, va a más. Si, por el contrario, no hay correspondencia deja de darlas. No es un castigo, es su amor que sabe esperar. Aguarda a que mejoren las disposiciones del alma. Y mientras, acumula esa gracia para darla oportunamente con el empujón de una nueva conversión. Muchas veces conduce al alma a recuperar la gracia mediante el sacramento de la confesión, y con ella recuperar la caridad y los dones, si es que estuviera en pecado mortal.
Corresponder a una gracia actual es un regalo de Dios al que acompañan otros y luego más, de manera que navegue el alma hacia la unión con Cristo. Esas gracias son recogidas por los dones del Espíritu Santo y el barco navega con rapidez, facilidad y sin apenas esfuerzo hacia el Puerto celestial. Y el cristiano podrá decir, pasado un tiempo, aquello de San Pablo: “No soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”[5].
Con el ejercicio solo de las virtudes, aunque se haga un esfuerzo titánico al remar, solo se pueden realizar actos buenos, pero no sobrenaturales capaces de alcanzar la meta. ¡No se da la vuelta al mundo remando, pero Magallanes y Elcano sí lo hicieron!, pero… con barcos de vela y fuertes marineros.
por PEDRO BETETA
El Espíritu Santo, con el Bautismo, toma posesión del alma y se convierte en el divino Huésped. Mora ya para siempre si no se le echa por el pecado grave.
[1] Ef 4, 13.
[2] El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica dice en el punto 263: El Bautismo perdona el pecado original, todos los pecados personales y todas las penas debidas al pecado; hace participar de la vida divina trinitaria mediante la gracia santificante, la gracia de la justificación que incorpora a Cristo y a su Iglesia; hace participar del sacerdocio de Cristo y constituye el fundamento de la comunión con los demás cristianos; otorga las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. El bautizado pertenece para siempre a Cristo: en efecto, queda marcado con el sello indeleble de Cristo (carácter).
[3] 1 Tes 4, 3.
[4] A. Riaud, en “La acción del Espíritu Santo en las almas”, cap. XXII. Allí dice –el autor que fue idea del P. Lallemant, que escribió: “A quienes son conducidos por los dones del Espíritu Santo se les compara con una barca que navega a velas desplegadas, viento en popa; y a quienes son conducidos por las virtudes y todavía no por los dones se les compara con una barca que debe navegar a fuerza de remos, con mucho más trabajo y ruido, y más lentamente” (Doctrina Espiritual, 4,3,2).
[5] Ga 2, 20.
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