Fiesta 2025: 8 de junio – Continuación
La presencia del Espíritu Santo, fruto de la Encarnación
Se hace a continuación, brevemente, alguna consideración sobre la presencia y la acción del Espíritu Santo en el alma del cristiano. Es un tema muy sugestivo y, aunque no es este el lugar más adecuado para tratarlo por la hondura teológica que requiere, se puede intentar acariciar el misterio.
La vida cristiana mira al mundo exterior desde su íntimo mundo interior. En el interior del alma conoce su unión con Dios en Cristo gracias a la oración. Allí encuentra serenidad y paz. La presencia y la acción del Espíritu Santo afecta a toda la persona humana tanto en el cuerpo como en el alma. Ambas son un regalo de Cristo al cristiano. En su cuerpo y en su alma en gracia habita el Espíritu Santo[1].
Esta presencia del Espíritu Santo en el alma en gracia del cristiano está en relación con el misterio de la encarnación del Verbo. En Cristo habita corporalmente la única divinidad[2]. Un Dios único en la trinidad de Personas. Esta presencia de Dios -visible en Cristo- ofrece como el cauce para aproximarnos al misterio de una presencia nueva de Dios en el fiel creyente por el Espíritu Santo. Allí su acción penetra lo más íntimo del hombre y derrama su luz y su gracia[3].
La inhabitación Trinitaria en el alma
Jesús, la noche de su despedida, hablando del Espíritu Santo que enviaría, les hizo, como se dijo anteriormente, confidencias sublimes: “Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está” [4]. “Él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho”[5].
En aquella sobremesa de la Última Cena les había revelado también que el Espíritu Santo es una persona con un obrar propio y, a la vez, les manifestó los vínculos que unen a la persona del Espíritu Santo con el Padre y con Él. Así, Jesús, junto con el anuncio de la venida del Espíritu Santo les revela también a Dios como Trinidad[6].
La presencia del Padre y del Hijo se realiza mediante su eterno Amor mutuo; es decir, en el Espíritu Santo. Y es precisamente en el Espíritu Santo, como Dios en su unidad trinitaria, se comunica al espíritu del hombre. Fue pues, en aquella larga conversación del Señor con los Apóstoles, de la víspera de su Pasión, cuando tuvo lugar esa creciente revelación de su intimidad hasta llegar a la cima con la revelación de la inhabitación de la Trinidad en el alma del cristiano.
Los secretos íntimos se cuentan a los amigos. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos, dice Jesús en confidencia a sus Apóstoles; y “a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”[7]. Todo se lo ha dado a conocer: el Padre a quien está unido por el Amor Espíritu Santo.
El amor a Cristo introduce en el Padre, y ambos nos dan su Espíritu. Jesús dice: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” [8]. Esa verdad misteriosa que anuncia les será esclarecida más tarde gracias al Espíritu Santo que enviará el Padre y “os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho” [9].
La presencia de la Trinidad en el alma en gracia o inhabitación se verifica por el Espíritu Santo. Una consecuencia es que toda la persona humana -cuerpo y alma- adquiere una especial consagración a semejanza del templo, como dice san Pablo. La íntegra persona humana recibe por esta presencia una dignidad tan sublime que afecta a su persona y, por tanto, también sus relaciones interpersonales quedan elevadas[10].
Esta nueva presencia trinitaria en el cristiano se manifiesta en el don del temor de Dios, que es amor, empeño por evitar a toda costa entristecer[11] al Espíritu Santo que se ha instalado como divino Huésped en el alma. Se echa al Espíritu Santo del alma por el pecado mortal, pero se le entristece con la tibieza, con la falta de docilidad a las mociones que suscita. El Espíritu Santo, habitando en el hombre, le crea una especie de exigencia interior de vivir en el amor[12]. Cuando se dice en el lenguaje normal que se está enamorado, “en-amor-dado”, se quiere reflejar de alguna manera esta idea.
En suma, el Verbo y el Padre junto al Espíritu Santo son un solo Dios, una única naturaleza divina. Y el Verbo encarnado es Jesús y quien le ve a Él ve al Padre y recibe la efusión amorosa del Paráclito. Este misterio trinitario fue subrayado por el Señor en la Última Cena: “Las palabras que yo os digo, no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas” [13]. Y en la despedida el Señor se dirige no solo a los Apóstoles sino a todos los hombres que, llamados por Él desde la eternidad, vendrían después.
«La vida cristiana mira al mundo exterior desde su íntimo mundo interior. En el interior del alma conoce su unión con Dios en Cristo gracias a la oración.«
La santificación, obra del Espíritu Santo
La presencia del Espíritu Santo actúa con su acción propia santificadora. El Paráclito que modeló a Cristo en el seno purísimo de María Virgen desea modelar a Cristo en el alma del cristiano. El Señor y Dador de vida quiere con-formar, “dar la forma” de Cristo al cristiano. Dador de todas las gracias necesarias y sobreabundantes, incluso hasta la gracia misma de corresponder a ella libremente, para que el cristiano llegue a ser “otro Cristo”. Lo hace mediante los Sacramentos, consejos, mociones y luces interiores, la dirección espiritual, la oración meditada del Evangelio, etc. Solo pide docilidad para llevar a cabo su deseo.
Si el amor humano transforma a los que se quieren, cuánto más hará el Espíritu Santo que es la Persona-Amor de la Trinidad. “Dios no está de espectador, como está el público ante los jugadores. Dios ayuda”[14]. Esta segura esperanza llena de optimismo la lucha del cristiano, que se hace así alegre, ilusionada, segura. Nuestro Padre Dios está siempre junto nosotros y a favor. No sabe ni quiere ser neutral en nuestra causa. El Espíritu Santo labra en el alma del cristiano, si corresponde a la gracia, la imagen de Jesucristo.
El Espíritu Santo descubre el Cristo que esconde en su interior cada ser humano, aunque haya tantas cosas que afean su alma a causa del pecado. Con el Bautismo se restituyó la imagen de Dios en el hombre y superó con creces el profundo deterioro que supuso el primer pecado heredado. Enseña san Cirilo que la actuación del Espíritu Santo en el alma es suave y apacible, que su experiencia es agradable y placentera. Su venida trae siempre consigo la bondad genuina del protector, pues viene a salvar, a curar, a enseñar, a aconsejar, a fortalecer y a consolar[14].
Realmente todas estas acciones recuerdan a las delicadezas que las madres tienen con sus hijos. Vivimos, por poner un ejemplo, impropio como todos, más del Espíritu Santo que un nonato de su madre.
Una criaturita así, recibe de la madre en gran parte no solo el ser sino también calor, alimento, locomoción, respiración, defensas físicas e inmunológicas, amor, etc. A semejanza de la madre, Dios da también todo a sus hijos, pero especialmente les da su naturaleza. ¡La suya!: les hace partícipes de su naturaleza divina y les da la Vida, ¡pero que es vida suya!, vida sobrenatural. Incluso como las madres, que enseñan a decir papá antes que mamá, el Espíritu Santo nos mueve a reconocer en Dios a nuestro Padre y a llamarle Abbá, Padre, papá[16].
Es así. Mediante la gracia y la correspondencia a ella, la vida del Señor va creciendo cada vez más dentro del cristiano y se cumple aquel: “conviene que Él crezca y que yo disminuya”[17]. En eso consiste la santificación. Con la correspondencia del cristiano a la gracia, el Paráclito -poco a poco- le va adornando con todas las virtudes y así esculpe la imagen bella y armónica de Cristo. Para eso lo creó y predestinó Dios Padre.
San Ambrosio ve en el Paráclito al Artista que sabe sacar toda la armonía escondida en las cuerdas de un instrumento musical[18]. San Francisco de Sales llega decir que entre Cristo y los santos no existen más diferencias que la que hay entre una partitura y su interpretación por diversos músicos. Sólo existe una santidad, una música. Pero cada interpretación suena con matices distintos, personales; y es el Espíritu Santo el que toca las diferentes notas, contando con las maneras de ser y las circunstancias desiguales de cada uno.
Dios no fabrica almas en serie, todas y cada una son distintas. En todo manifiesta su armonía en la diversidad. Toda persona es única, singular e irrepetible y, por ello, lo es también la santidad en cada santo. La santificación no es una tarea externa, como la del pintor que plasma en el lienzo lo que ha “visto” en su mente, el paisaje, o en la persona que posa para un retrato. Tampoco es ‑en una mejor aproximación- algo así como un autorretrato suyo en nosotros. Es una realidad misteriosa y, por tanto, inefable por la que Él mismo se imprime en nuestros corazones y restablece en el cristiano la imagen de Dios[19].
Por eso se ha de considerar como una desgracia que el Paráclito sea “para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno -una de las tres Personas del único Dios-, con quien se habla y de quien se vive”[20]. Para un alma que, con la gracia de Dios, desea corresponder a su amor, no se da -ni existe- mayor unión que la que hay entre ella y su Santificador. San Pablo, en su discurso en el Areópago, habló de esta cercanía cuando afirmaba: “no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos”[21].
El amor de Dios diviniza al cristiano, le hace Cristo. Como viene a estar el amado en el amante por el amor, de algún modo análogo Cristo está en el cristiano por el Espíritu Santo. El cristiano, mediante la gracia y su correspondencia a ella, va de modo paulatino haciéndose Cristo por el amor hasta llegar a la identificación con Él. Su Vida es vida del cristiano y se revela así porque “yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él”[22].
Docilidad a las gracias del Espíritu Santo
En el Bautismo, el Paráclito toma posesión del alma y comienza así el cristiano a vivir la misma vida de Cristo, camino de la identificación con Él. Es el Artífice de la santificación y siempre trabaja en orden a ello. No se cansa de ofrecernos su gracia a todas horas y en todo momento. La docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo es necesaria para conservar y perfeccionar la imagen de Cristo en nuestra alma y obtener frutos sobrenaturales.
Ocurre con el alma como con el cuerpo en la respiración: los pulmones necesitan aspirar oxígeno continuamente -incluso durmiendo- para renovar la sangre, y si alguien no respira acaba por morir de asfixia. De manera análoga, quien no recibe con docilidad las inspiraciones y las mociones del Espíritu Santo termina por perder el sentido y la conciencia de su identidad de hijo de Dios.
Recibir esas gracias con docilidad es procurar llevar a cabo aquello que el Espíritu Santo sugiere en la intimidad del corazón: cumplir cabalmente los deberes para con Dios, poner decidido empeño por alcanzar determinadas virtudes, llevar con garbo sobrenatural las contrariedades que quizá se prolongan y resultan costosas…
La semilla de la gracia en el alma tiene fuerza necesaria para germinar, crecer y dar fruto. Pero en primer lugar es necesario dejar que llegue al alma, darle cabida en el interior, acogerla. Las oportunidades de Dios no esperan. Llegan y pasan de largo si no se responde a ellas. La resistencia a la gracia produce en el alma un efecto semejante al del “granizo sobre un árbol en flor que prometía abundantes frutos; las flores quedan agostadas y el fruto no llega a sazón”[23]. La vida cristiana se empobrece y puede llegar a morir.
La rutina en la piedad, el poco empeño en la lucha, el dejar las cosas de Dios para después, para mañana, entristece al Espíritu Santo. Si esto sucediera el Dulce Huésped del alma “ayuda” a evitar que tiremos sus tesoros al mar silenciando temporalmente sus mociones. Se queda como a la espera de que se corresponda a nuevas gracias actuales y con ello a una mejor disposición del alma.
Está dando constantemente innumerables gracias para evitar el pecado venial deliberado y aquellas faltas que, sin ser propiamente un pecado, desagradan a Dios; los santos han sido quienes con mayor delicadeza respondieron a estas ayudas sobrenaturales. Envía muchas gracias para santificar las acciones de la vida ordinaria, realizándolas con perfección, con pureza de intención, por motivos sobrenaturales como es dar toda la gloria a Dios.
La respuesta favorable, positiva, a una gracia le empuja a dar otra, pues como dice el Evangelio “al que tiene se le dará”[24] y el alma se va fortaleciendo en el bien a medida que lo practica. Cuanto más trecho recorre más claro se hace el camino. La docilidad a los impulsos del Espíritu Santo se manifiesta también en que no entra el desaliento y la impaciencia ante las faltas cometidas, aunque sigan costando mucho después de largos años de lucha.
El labriego es paciente: no desentierra la semilla ni abandona el campo por no encontrar el fruto esperado en un tiempo que él juzga suficiente para recogerlo; el labrador conoce bien que debe trabajar y esperar, contar con las inclemencias y los días soleados; sabe que la semilla está madurando “sin que él sepa cómo”[25], y que llegará el tiempo de la siega. En la vida sobrenatural, la gracia actúa, de ordinario, como en la naturaleza: gradualmente, no a saltos. No es posible adelantarse a la acción de la gracia: pero sí preparar el terreno para cooperar cuando Dios la conceda.
por PEDRO BETETA
Si el amor humano transforma a los que se quieren, cuánto más hará el Espíritu Santo que es la Persona-Amor de la Trinidad. “Dios no está de espectador, como está el público ante los jugadores. Dios ayuda”.
[1] Cf. 1 Co 3, 16. ; [2] Cf. Col 2, 9. , [3] Cf. AG, 20-III-1991. ; [4] Jn, 14, 17.; [5] Jn, 14, 26.; [6] Cf. AG, 26-IV-1989.; [7] Jn 15, 15.; [8] Jn, 14, 23.; [9] Jn, 14, 26.; [10] Cf. AG, 20-III-1991.; [11] Cf. Ef 4, 30.; [12] Cf. AG, 20-III-1991.; [13] Jn, 14, 10-11.; [14] San Agustín, Sermón 128, 9.; [15] Cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 16 (sobre el Espíritu Santo), 1.; [16] Cf. Ga 4,6.; [17] ECP, 134.; [18] Hch 17, 27-28.; [19] Jn, 14, 21.; [20] Jn 3, 30.; [21] “Toma tú también la cítara a fin de que, tocada por la púa del Espíritu, la cuerda de tus fibras interiores dé el sonido de las buenas obras. Toma el arpa, a fin de que produzca el acorde armonioso de vuestras palabras y de vuestros actos” (San Ambrosio, In Lc. tract., VI, 10).; [22] El Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina sustancia, como si Él fuera ajeno a ella; no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios. (San Cirilo de Alejandría, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34).; [23] R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 105.; [24] Mc 4, 25.; [25] Mc 4, 27.
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