San Luis Gonzaga
junio 21, 2024
Gerardo Ferrara - Expertos - ETWN

Biografía

«Hago saber a vuestra señoría reverendísima, que le entrego lo que más quiero en este mundo y la mayor esperanza que tenía para la conservación de esta mi casa…». Así escribía el Marqués de Castiglione y conde de Tanasentena, padre del joven Luis Gonzaga, al General de la Compañía de Jesús, Padre Claudio Aquaviva, al ingresar nuestro Santo joven en el noviciado de San Andrés de Roma.

Fue Luis el mayor de los ocho hijos nacidos del matrimonio Ferrante Gonzaga. De muy niño parecía que su camino iba a ser el de las armas, ya que le encantaba tratar con los soldados y hasta tomar en su mano alguna de las armas que podía. En cierta ocasión hasta llegó a quemarse su rostro por estar demasiado cerca de un cañón al disparar. Trataba con los soldados y criados y de ellos aprendió algunas palabrotas que pronto el ayo hubo de corregir con dureza. Su padre, el Sr. Marqués, estaba contento pensando en que haría ilustre su apellido y su rango en la carrera militar. Pero otros eran los designios de Dios.

Pronto Luis demostró lo que iba a ser: la oración y la vida de dura mortificación llenaban todo su día. Su padre, para quitarle de la cabeza aquella vida demasiado piadosa, lo envió a Florencia para que con su hermano Rodolfo que era el que le seguía en edad, pudiera ser atraído por la vida fastuosa que llevaban los Médicis. Aquí hace Luis, en la Iglesia de los Servitas, el voto de castidad para siempre al Señor.

Vuelto a Castiglione se entregó a la oración y vida ascética más todavía que en Florencia. Los criados le atisbaban para quedar admirados de las horas que pasaba en la oración y en la maceración de su cuerpo. Con este género de vida quería contrarrestar el lujo y vida fácil que estaba obligado a llevar. Bien podían llamarle las gentes «el ángel de Castiglione», «el lirio de Italia» o «el ángel con cuerpo o cuerpo hecho de ángel».

«Pronto Luis demostró lo que iba a ser: la oración y la vida de dura mortificación llenaban todo su día.»

Tendría doce añitos cuando dicen los autores que ya llegó a la cumbre de la contemplación. Pasaba largas horas ensimismado en la oración y trato divino. Huía siempre que podía de todos los pasatiempos mundanos y de todos los festejos que era natural que abundaran en su ambiente y en su misma casa. Durante toda su vida llorará lo que él llamaba pecados de su juventud y no fueron otros que algunas palabrotas que aprendió de la soldadesca sin entender siquiera su significado. Cuenta un criado que cuando le llamaban con su título de príncipe y señor, les decía con gran amabilidad: «Servir a Dios es harto más glorioso que poseer todos los principados de la tierra».

Era el heredero del Principado de Mantua y Príncipe del Sacro Imperio. Con su virtud extraordinaria había dejado atónitas a las cortes de Madrid, Florencia, Pavía, Mantua… y a pesar de ello no se sentía atraído por tantas vanidades, y solía repetir: ¿»Qué es todo esto para la eternidad? Señor, ayúdame a no olvidar nunca el fin para el cual me has creado».

Mientras estaba en Madrid, como paje en la corte de Felipe II, ante el altar de Nuestra Señora del Buen Consejo, se siente llamado a ingresar en la Compañía de Jesús en el mismo día de la Asunción de 1583. Consigue el permiso de su padre que tanto se resistía y abdica el Principado en favor de su hermano. Se entrega del todo en el noviciado a adquirir las virtudes religiosas. No pierde nunca la presencia de Dios. Hasta quiere despertar a cada hora durante la noche para renovarla. Hace grandes progresos en los estudios, pero antes de llegar al sacerdocio, a sus 23 años, volaba al cielo, fruto de su gran caridad. Era el 21 de junio de 1591.

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Tendría doce añitos cuando dicen los autores que ya llegó a la cumbre de la contemplación. Pasaba largas horas ensimismado en la oración y trato divino.

¡Oh Luis Santo adornado de angélicas costumbres! Yo, indigno devoto vuestro os encomiendo la castidad de mi alma y de mi cuerpo, para que os dignéis encomendarme al Cordero Inmaculado, Cristo Jesús, y a su purísima Madre, Virgen de vírgenes, guardándome de todo pecado. No permitáis, Angel mío, que manche mi alma con la menor impureza; antes bien, cuando me viereis en la tentación o peligro de pecar, alejad de mi corazón todos los pensamientos y afectos impuros; despertad en mí la memoria de la eternidad y de Jesús Crucificado; imprimid hondamente en mi corazón un profundo sentimiento de temor santo de Dios, y abrasadme en su divino amor, para que así, siendo imitador vuestro en la tierra, merezca gozar de Dios en vuestra compañía en la gloria.

Amén.

Rezar un Padre Nuestro, Ave María y Gloria dirigidos a la Santísimas Trinidad.

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