Cultura de la Cancelación e Ideología Woke

Temas de reflección para tener un encuentro real y profundo con nosotros mismos, con nuestra vocación cristiana, con los demás y con Dios.

Las

Cultura de la Cancelación   

La cultura de la cancelación es un fenómeno cultural en el que determindos grupos que se consideran con superioridad moral, actuan en contra de individuos que por su forma de pensar o actuar son excluidos, boicoteados, rechazados, despedidos o agredidos. Este rechazo puede extenderse a círculos sociales o profesionales.

1.- Libertad de expresión y cultura de la cancelación

La libertad de expresión gusta a muy poca gente. Estamos a favor de que los demás expresen sus ideas cuando coinciden con las nuestras. Nos indigna más la censura a quien tiene una opinión similar a la nuestra. Si su visión nos resulta más lejana, o si nos ofende, es fácil encontrar excusas o formas de relativizarla. Si nuestro adversario habitual sufre una censura o reproche y su caso genera una polémica, también somos más propensos a desconfiar de la justicia de la reclamación: vemos cómo se utiliza para movilizar a los suyos y la lógica posicional contamina la evaluación.

Por otra parte, la discusión sobre la libertad de expresión siempre es una discusión sobre sus límites. Las ideas que tienen problemas para circular suelen ser ideas impopulares. Christopher Hitchens recordaba lo que debía la civilización a tres condenados por blasfemia: Sócrates, Jesucristo y Galileo. Cuando uno se imagina como abogado de la libertad de expresión, querría defender a gente así: un poco desesperantes en su obstinación pero admirables. Sin embargo, en sociedades liberales modernas, no suele ser así. A menudo defiendes el derecho a decir una imbecilidad. Con frecuencia quien dice esa imbecilidad te resulta profundamente desagradable. No es lo mismo imaginarse defendiendo a Giordano Bruno o Miguel Servet frente a tribunales que encarnan el oscurantismo que abogar por una gamberrada de mal gusto, por la libertad de contar chistes machistas o racistas, por extender ideas cafres o directamente odiosas, en general por el derecho a decir idioteces.

En momentos de desazón, uno puede recurrir a una vieja máxima: la defensa de la libertad de expresión es independiente del valor de lo que se pretende expresar, como decía también Hitchens. Un argumento clásico, que viene de John Stuart Mill, habla de la necesidad de conocer la opinión contraria cuando hay un consenso. De lo contrario, no solo no impedimos a los otros que oigan lo que no nos gusta. También nos hacemos prisioneros de nuestra opinión del momento.

ARGUMENTOS AD HOMINEM

Otra parte debería tranquilizar a quienes se identifican con una visión progresista: han ganado las batallas principales. La libertad de expresión permitió impulsar muchas causas identificadas por el progreso, defender sus argumentos. Ahora algunos, cuando han ganado, se muestran más reacios al debate. Una forma habitual de señalarlo es decir: «ya está superado». Siempre que se dice es falso, y se dice porque es falso: el objetivo es acallar al que tiene una visión distinta. En el caso de los nuevos identitarismos, hay algo un poco desconcertante. Es una visión del mundo preocupada por la ternura, por la sensibilidad. Estar expuesto a unos argumentos o a unas experiencias o al relato de unas experiencias o de unas ficciones pueden desencadenar un trauma. No importa la intención del «agresor»; importa la ofensa que percibe la «víctima». Al mismo tiempo, los debates no son nunca un intercambio de ideas, un intento de persuasión más o menos racional, con todas sus imperfecciones y malentendidos. Son solo una relación de poder.

Nunca ha sido una lucha justa, porque el único argumento relevante de toda discusión, como explica Emmanuel Carrère, es el argumento ad hominem. El argumento ad hominem sirve para deslegitimar las opiniones divergentes, y luego para silenciarlas. Siempre ha sido así, y ahora vamos a hacerlo nosotros porque somos víctimas (o hablamos en nombre de las víctimas) tenemos el poder. Es llamativo lo implacable que resulta esta cosmovisión obsesionada por la sensibilidad.

Una de las cosas curiosas de lo que se ha denominado cultura de la cancelación es que inspira un debate nominalista y una polémica sobre su mera existencia. ¿Qué es exactamente? Podría ser una atmósfera social donde se penaliza a personas, generalmente célebres, por haber actuado de una forma que se considera inapropiada. No es exactamente censura; como ha explicado Ricardo Dudda, es más bien una forma de ostracismo. Entre quienes han sufrido este ostracismo hay depredadores sexuales condenados, pero también gente que ha tenido un comportamiento poco adecuado y lo ha admitido, o que lo ha negado, o que ha sido declarada inocente o cuyo caso ha sido sobreseído, o contra la que no ha habido una denuncia sino un artículo o un rumor. Otras veces un tuit o una declaración desafortunada justifica ese castigo.

La penalización no tiene un procedimiento legal: es una especie de turba digital que a veces tiene otras consecuencias (un despido, aislamiento social). Ha habido momentos donde esto ha tenido más efectos: en la irrupción del Me Too, por ejemplo, los castigos eran severos ante transgresiones muy distintas. Se ha extendido también a quien tiene opiniones que no gustan a un grupo: a críticos de algunos aspectos del movimiento trans (como la escritora J. K. Rowling), o a estudiosos que señalaban datos que apuntaban a que la violencia no era la forma más eficaz de luchar por la justicia racial (como el analista David Shor). Cubre mucho terreno, y pierde especificidad. El ostracismo postula un presente continuo –cualquier cosa que hayas dicho en el pasado puede servir para que caigas en desgracia–, obedece a razones mutables –el pecado va cambiando, y cambia muy rápido además– y es arbitrario –puede pasarte pero puede que no, hay cosas que se castigan y otras más graves que pasan inadvertidas: las dos últimas características tienen que ver con la falta de proceso. Complican la definición, que en todo caso describe un clima de absolutismo moral o intolerancia, exhibicionismo moral y cierto adanismo que cree, de manera más o menos implícita, que el mundo puede ser mejor si lo empezamos de nuevo.

Hay otros que dicen que la cultura de la cancelación simplemente no existe. Los casos, numerosos, son anécdotas. La prueba de que no existe es que quienes la denuncian escriben en medios o participan en tertulias. Su reacción exagerada se debe al temor a perder un privilegio, el monopolio de la palabra. Las dos proposiciones subyacentes de esta postura son que la cultura de la cancelación no existe y que quienes la denuncian merecerían ser cancelados como los protagonistas de los casos que hablan. A su vez, quienes denuncian esa cultura porque creen que limita la libertad de expresión, al proscribir opiniones inconvenientes, dicen que ellos pueden permitirse hacerlo precisamente porque gozan de una posición relativamente cómoda, mientras que otros que están en un lugar más desprotegido pueden tener miedo de hablar.

Otra de las preguntas que se plantean al hablar de la cultura de la cancelación es si realmente es algo distinto. La tendencia censora se da en todos los grupos humanos. Otros aspectos tampoco parecen tan originales: silenciar un argumento apelando a la poca moral de quien lo emite no es exactamente una novedad en la historia del debate público. La falacia por asociación, uno de los recursos preferidos de la cancelación, tampoco es original: dices algo que podría parecerse a lo que dice alguien estigma tizado, has tenido relación con alguien estigmatizado. La condena al ostracismo por las opiniones equivocadas no es algo nuevo, aunque el liberalismo ha intentado crear un sistema institucional para canalizar los desacuerdos y un sistema procedimental para determinar si un discurso o una conducta se salen de lo aceptable.

Ese sistema de filtros y una cierta confianza más o menos bienintencionada en las bondades de la discusión, o de cierta ironía con respecto a las propias opiniones, se ven asaltados. Pero ahora no vemos las formas clásicas de limitación del discurso (que se siguen produciendo, también en democracias, y tienen consecuencias a menudo más graves). Lo que vemos es una presión, a menudo ejercida a través de redes sociales, que tiene algo de estampida.

La cultura de la cancelación rechaza el liberalismo pero se lleva bien con el capitalismo. Las grandes empresas, cuando retiran una obra o la «contextualizan», buscan realizar un control de daños. Todo depende un poco de la atención: Disney puede retirar algunas películas de su canal infantil o cancelar contratos con estrellas poco ejemplares y rodar películas en Xinjiang, donde el gobierno chino tiene a centenares de miles de uigures encerrados en campos de concentración.

Muchos de los castigados eran gente popular en sus círculos. Hay ese placer, sádico y masoquista a la vez, de derribar a un ídolo. Uno se siente bien al contribuir a la caída del inmoral y quizá cuando pasen unos años se sentirá bien al perdonarlo. A menudo ese comportamiento no ha sido tan lejano al tuyo: has vivido en ese ambiente sexista o racista, has sido ciego a la falta de la diversidad, no has querido ver la humillación o el abuso. El celo tiene algo de culpa; el condenado, de chivo expiatorio. Otro componente es la cultura de la celebridad: los escándalos de Hollywood siempre han sido interesantes, y el enfoque va cambiando con los tiempos: seguir los avatares de los famosos nunca es mero cotilleo, sino que vemos en ellos los problemas sociales y extraemos lecciones morales.

Una de las cosas que más han cambiado es la debilidad de las instituciones. Estos casos han empezado a producirse sobre todo en ambientes estadounidenses, de entrada en universidades y más tarde en empresas que comparten con ellas muchas cosas, desde el público a cierta visión del mundo, como medios de comunicación y editoriales. No es exactamente una guerra entre la izquierda y la derecha (parte de la derecha diría que ya había sido cancelada hace mucho, y que los críticos que ahora se alarman no dijeron nada), sino entre una sensibilidad más o menos liberal, generalmente de centro izquierda, y una algo más absolutista. En muchos aspectos hay un acuerdo: además del componente del adanismo, no deberíamos descartar el narcisismo de la pequeña diferencia.

Pero una cuestión básica tiene que ver con la dependencia económica. Ocurre en universidades bastante homogéneas políticamente, donde los alumnos pagan mucho dinero por entrar y son clientes de lujo. Los medios no tienen la autonomía financiera que tuvieron en otras épocas. Los mediadores están en crisis porque el acceso y la emisión de información es más sencilla, y las formas tradicionales de ingresos han variado, de forma que eres más dependiente de suscriptores y por tanto de tu propia línea ideológica. Así, los medios o las editoriales son más susceptibles a reaccionar ante las presiones de lectores. Muchas veces el impacto económico no es tan grande, pero una minoría movilizada puede asustar a una empresa.

Una paradoja del mundo woke, como ha señalado David Rieff, es que no tiene una visión económica propia. Empleados de editoriales protestan porque se publique a Jordan Peterson o a Woody Allen, pero no por la desigualdad de salarios en su empresa. El propio Rieff señala la hilarante paradoja de una derecha desconcertada. Durante decenios, explica, la derecha se burlaba de la izquierda por exigir que el capitalismo tuviera conciencia social. «Lo que no anticiparon es que una buena conciencia podía ser buena para el negocio.» El capitalismo suele vencer, a veces para sorpresa de sus críticos y defensores tradicionales.

En el celo de los críticos de la cultura de la cancelación hay otra paradoja. Por un lado, consideran que la nueva intolerancia amenaza, con dogmatismo y mentalidad literal, la libertad de expresión que valoran y de la que a menudo viven. Por otro, ahora no solo hay que defender el derecho a contar un chiste desagradable, sino por ejemplo el derecho a decir que el sexo biológico existe o a argumentar que la conducta moral de un autor no anula el valor de su obra. El mundo quizá parezca más bobo, pero también es más fácil situarse, la posición es más intuitiva y la lucha es más cómoda.

La cultura de la cancelación también tiene que ver con otro elemento. Hay una discrepancia generacional. A veces se debe a una diferencia de visiones, pero también hay una lucha por el poder. Algunos de los directores y gerentes que han cedido a las presiones lo han hecho por temor a ser castigados. Lo woke, la visión del mundo que justifica esta versión de la cultura de la cancelación, es, como ha dicho Alfred Reed Jr., un proyecto para diversificar la clase dirigente. Tiene algo de revolución cultural –persigue la sustitución de una élite por otra– y en ese sentido también hay que situarla en su proporción: las campañas de linchamientos han causado daños personales y profesionales, pero son infinitamente menos graves que otras formas de exclusión que hemos conocido. Como ha recordado David Jiménez Torres, en España la cancelación no es solo eso que se asoma en el futuro y llega desde Estados Unidos. Conocemos la cancelación del terrorismo. En algunos ecosistemas culturales –es decir, económicos– artistas y escritores críticos con el nacionalismo han sido marginados o expulsados.

El lingüista John McWhorter ha dicho que la mejor forma de enfrentarse a la cultura de la cancelación es la manera de rechazar el ataque de un tiburón: darle un puñetazo en la nariz. Es una metáfora y McWhorter no recomienda la violencia física. Más bien aconseja no echarse atrás para aplacar a los indignados. Es más fácil decirlo que hacerlo, como probablemente ocurra en el caso del tiburón, pero algo más de resistencia institucional habría evitado muchos episodios desagradables y habría atenuado la difusión de un clima intelectualmente empobrecedor.

EL CHOQUE CON LA REALIDAD

Algo que cambiará es el choque con la realidad. Las grandes luchas simbólicas pierden algo de vigencia cuando aparece la realidad: la guerra de Ucrania muestra que muchos de nuestros debates son fútiles y propios de gente acolchada. Por otra parte, también hemos visto inaceptables defensas de la cancelación de obras y artistas rusos, y Vladímir Putin ha criticado la cancelación como ejemplo de un Occidente decadente y perverso.

Otro choque con la realidad es el que sufren todas las morales absolutistas. Personalmente, sabemos protegernos muy bien de su evidencia. Pero los demás te ven, y no es tan fácil engañarlos a ellos. Así, si una de las características de la cultura de la cancelación es la eliminación del matiz –todas las transgresiones merecen condena, lo que dijiste en el pasado te castiga hoy, el mal comportamiento del artista anula absolutamente el valor de sus cuadros–, poco a poco, conforme pasan los años y siguen en puestos de poder, irá creciendo el aprecio de la gradación. En parte ya lo estamos viendo. Algunos pecados no son tan graves, están sacados de contexto, hay amores y amoríos en los lugares de trabajo que no se pueden reducir solo a una cuestión de poder y entusiastas linchadores se arrepienten de que las cosas hayan llegado tan lejos, no vaya a tocarles a ellos. La tormenta de mierda –soberano, decía Byung-Chul Han parafraseando a Carl Schmitt, es quien determina la shitstorm– ha perdido efectividad: hemos descubierto que uno puede sobrevivir, y también que hay vida en otra parte.

Se pueden prever dos efectos negativos: una especie de  respuesta cultural contraria a la visión progresista, que utiliza los elementos más kitsch y sensibleros al servicio de una concepción reaccionaria. Y luego la falta de diversidad ideológica y  sociocultural de espacios universitarios, que introducirá algunos marcos de la visión identitaria como una forma de sentido común entre las élites. A veces lo que falta de verdad entre los defensores y los críticos de la cancelación es precisamente un debate.

De momento vemos muchas mesas redondas donde personas que piensan exactamente lo mismo denuncian que la cultura de la cancelación y lo woke amenazan el libre intercambio de ideas entre quienes ven el mundo de forma distinta, y apologistas de la cancelación que reproducen en su vida privada y profesional los mecanismos de poder que reprochan en los demás.

por Daniel Gascon 17 junio, 2022 – Nueva Revista
Traductor, escritor y editor. Columnista de «El País», y director de la edición española de «Letras Libres».

2.- Cultura de la cancelación: ¿una amenaza para la democracia?

Ideología Woke   

El término ‘woke’ ha experimentado un considerable auge para aludir a un “estado de alerta” frente a las discriminaciones y prejuicios raciales, que se ha extendido a las cuestiones llamadas de género. El término es reivindicado por unos como signo de avance social, y vilipendiado por otros, como una nueva tiranía.

1.- El gran despertar: ¿Qué es y por qué importa la revuelta ‘woke’?

WOKE. Cuesta encontrar una palabra con tan pocas letras que encienda tantas pasiones. Para unos, el término evoca igualdad, justicia, lucha contra el racismo. Para otros, no es más que la enésima reformulación del viejo y divisivo eslogan «lo personal es político». ¿Cuánto hay de cierto en estas posturas?

La muerte del afroamericano George Floyd bajo la rodilla de un policía blanco y ante la pasividad de otros tres agentes, ocurrida en Minneapolis (Minnesota) el 25 de mayo de 2020, marcó un antes y un después en la lucha contra el racismo en EE.UU. Aunque existían precedentes de protestas masivas, como las organizadas tras las muertes de Trayvon Martin (2012), Michael Brown (2014) o Eric Garner (2014), esta vez la opinión pública se atrevió a mirar de frente a problemas que la población negra llevaba años denunciando.

Las informaciones periodísticas del momento hablaron de racismo y de violencia policial, de pobreza y de desigualdad, de barrios en ruinas y de altas tasas de encarcelamiento… Un dato elocuente: según estimaciones de The Economist, uno de cada tres varones afroamericanos nacidos a principios de este siglo puede esperar ir a la cárcel en algún momento de su vida, en comparación con uno de cada 17 varones blancos.

La mayor sensibilidad hacia estos problemas ha venido de la mano de una serie de movimientos y corrientes de pensamiento que han saltado al mainstream en los últimos años: la política identitaria, la teoría crítica de la raza, el activismo por la «justicia social» –como se conoce en EE.UU. la lucha contra la discriminación por razones de sexo, raza u orientación sexual–, el movimiento Black Lives Matter (BLM), el Proyecto 1619, etc. Todos ellos componen lo que se ha dado en llamar la cultura o ideología wokeel sistema de ideas que hoy resume la visión moral de una izquierda culta y de buen nivel socioeconómico.

VARIEDAD DE CAUSAS

Difundida desde las universidades y las redacciones de grandes medios de izquierdas como The New York TimesThe Washington Post The Guardian, la ideología woke ha alcanzado amplia repercusión en la opinión pública y en la cultura popular de dentro y fuera de EE.UU. Sus manifestaciones más llamativas incluyen el derribo de estatuas; la quema de libros de Astérix, Tintín o Lucky Luke; el sándwich LGTB de Marks & Spencer; las matemáticas con perspectiva de género; el pulso entre Disney y el gobernador de Florida, Ron DeSantis, por la ley conocida como «No digas gay»; o el cómic protagonizado por el hijo de Superman, un joven de 17 años que «lucha contra el cambio climático, participa en protestas contra la deportación de refugiados y es bisexual», en palabras de la escritora Leila Guerriero.

Como se intuye por estos ejemplos, la revuelta woke no va solo de luchar contra el racismo. Hay otras causas de por medio. Así, BLM combate la injusticia racial, pero también todo aquello que considera una fuente de opresión: la heteronormatividad, el «privilegio cisgénero», el modelo de familia nuclear, el capitalismo etc.

Además, como en cualquier otro fenómeno social, los ideales nobles pueden verse mezclados con intereses diversos. Pensemos, por ejemplo, en el empeño del Partido Demócrata por prolongar la exitosa coalición de votantes jóvenes, mujeres, negros, latinos y LGTB que logró Barack Obama; o en el lavado de imagen del capitalismo (woke-washing), que permite a las marcas conectar con los jóvenes sin renunciar a hacer caja.

Todos estos ingredientes explican por qué la doctrina woke se ha convertido en un nuevo campo de batalla cultural entre progresistas y conservadores.

EL DESPERTAR DE LA AMÉRICA PROGRESISTA BLANCA

El periodista Matthew Yglesias sitúa en 2014 el punto de inflexión en la conversación pública sobre los asuntos relacionados con la raza. Hasta ese año, explica con datos del Pew Research Center, la mayoría de estadounidenses (el 49% frente al 46%) pensaba que EE.UU. había hecho los cambios suficientes para dar a los negros los mismos derechos de que gozan los blancos. Pero a partir de entonces se produce un giro. Y solo tres años después, en 2017, el 65% frente al 31% cree que es necesario seguir haciendo cambios para lograr la igualdad.

¿A qué se debe ese vuelco en la opinión pública? Como antecedente inmediato, seguramente influyeron las protestas por la muerte de Michael Brown, un joven afroamericano abatido en 2014 por varios disparos de un policía blanco en Ferguson (Misuri). Pero Yglesias añade otra hipótesis: entre 2011 y 2016, se produjo un Gran Despertar (Great Awokening) entre los votantes blancos del Partido Demócrata, cuyas ideas en cuestiones raciales se volvieron más militantes que las de las minorías que han sufrido o siguen sufriendo discriminación. Por ejemplo, los izquierdistas blancos aprecian más la diversidad racial que los negros y los latinos; también tienen una actitud más favorable a la inmigración que los latinos; y son más partidarios que los propios afroamericanos de pedir para estos ayudas especiales.

La explicación de Yglesias cuadra con la de otro prestigioso analista, el periodista Andrew Sullivan, quien cree que el estirón del fenómeno woke llegó a mediados de la década 2010. Fue entonces cuando «un nuevo y curioso vocabulario» comenzó a ponerse de moda en determinados medios de comunicación. «Términos que antes eran casi totalmente oscuros, se convirtieron de repente en omnipresentes». Y cita, entre otros ejemplos sacados de The New York Times, los siguientes: no binario, masculinidad tóxica, supremacía blanca, queer, transfobia, blancura… No es disparatado relacionar el fervor mediático por este lenguaje con el cambio de actitudes registrado por Yglesias.

EL BIG BANG: LA POLÍTICA IDENTITARIA

Quizá como mejor se entiende el fenómeno woke es bajo el prisma de la política identitaria. Este es el Big Bang que desencadena todo lo que viene después: desde la ola a favor de la corrección política de los años 80 y 90 hasta la fiebre actual por los seminarios de Diversidad e Inclusión.

Como explica el historiador de las ideas Mark Lilla, hasta los años 60 y 70 del siglo pasado, la izquierda estadounidense se encuentra muy a gusto con la «política de la solidaridad»: una visión de la política cuyo nervio central es la aspiración a construir un país en el que todos gocen de los mismos derechos, las mismas oportunidades y la misma protección social, en la línea del New Deal de Franklin D. Roosevelt.

La «política de la solidaridad» pone el foco en lo común: precisamente porque todos tenemos una naturaleza humana y una ciudadanía comunes, todos merecemos los mismos derechos, las mismas oportunidades y la misma protección social. Este fue el planteamiento al que apelaron el movimiento sufragista en los primeros años del siglo XX y el movimiento por los derechos civiles a mediados de los años 50, para exigir la igualdad ante la ley.

Pero a finales de los 60 se produce un boom de movimientos fascinados por el eslogan «lo personal es político»: el feminismo, el movimiento queer, el Black Power… cambian las prioridades de la izquierda y la ponen a defender la «política de la diferencia»; esto es, una manera de hacer política centrada en los derechos de grupos que arrastran una discriminación histórica: las mujeres, los negros, los homosexuales…

A estos movimientos –que cabe encuadrar dentro de la Nueva Izquierda posmoderna–, no les interesa tanto la igualdad ante la ley como la igualdad de resultados, a la que también llaman «equidad» o «justicia social». Y lo justo y equitativo –sostienen– es corregir la desventaja de la que parten esos grupos. No les interesa tanto la misma protección para todos –que era lo que perseguían las leyes que en los años 50 y 60 consagraron los derechos civiles de los negros– como una protección especial a través de la discriminación positiva, en la que ven la única vía de acceso a la igualdad efectiva. Lo expresó muy bien la vicepresidenta de EE.UU. Kamala Harris: «El trato equitativo significa que todos terminamos en el mismo lugar».

Sobre este esquema básico –equidad vs. igualdad ante la ley–, cada una de las teorías y movimientos que confluyen en el fenómeno woke añade unos matices propios.

LA TEORIA CRÍTICA DE LA RAZA

Contra el legado del movimiento por los derechos civiles se alzaron los partidarios de la teoría crítica de la raza (TCR), una doctrina legal minoritaria que pasó durante años sin pena ni gloria hasta que irrumpió en escena al final de la presidencia de Donald Trump.

En los años 80, un grupo de juristas jóvenes retomaron la preocupación de Derrick Bell –el primer profesor afroamericano en conseguir una plaza fija en la Facultad de Derecho de Harvard– por demostrar cómo el Derecho servía para enmascarar el «racismo sistémico» o «institucional». Para estos autores, los avances legales en cuestión de derechos civiles eran insuficientes, pues creaban la sensación de igualdad sin corregir el resto de sesgos contra los negros presentes en el sistema legal, las normas culturales, las instituciones sociales y la economía del país.

Para acabar con esas estructuras injustas, la TCR trata de sacar a la luz todo aquello que hace partir a los blancos con ventaja (el «privilegio blanco»). Inspirándose en la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort, de orientación neomarxista, estos juristas propugnan el estudio crítico del Derecho e intentan demostrar cómo el armazón jurídico de la democracia liberal juega a favor de la «hegemonía blanca» a través de ideas como el Estado de derecho, la objetividad de la ley, la neutralidad del Estado o el mérito.

Para estos juristas, ni el Estado ni la ley pueden ser ciegos a la raza. Al revés, deben tomar partido activamente por los negros y el resto de minorías raciales, y favorecerlas a través de la puesta en marcha de un completo sistema de discriminación positiva. De ahí que Richard Delgado y Jean Stefancic  reconozcan a las claras en Critical Race Theory: An Introduction que esta doctrina viene a desafiar «los fundamentos mismos del orden liberal». Delgado es uno de los fundadores de la TCR.

Otra figura clave es Kimberlé Crenshaw, que acuñó el término «interseccionalidad» para aludir al solapamiento de dos o más formas de discriminación, fruto de la confluencia de varias «identidades oprimidas» en una misma persona o grupo. Por ejemplo: mujer negra lesbiana. Esta noción permite comprender por qué Black Lives Matter (BLM) considera que la lucha contra el racismo es inseparable de la lucha contra el patriarcado, la «heteronormatividad» o el capitalismo.

EL ANTIRRACISMO DE IBRAM X. KENDI

Los postulados de la TCR se han difundido a través de los seminarios de Diversidad e Inclusión, impartidos en organismos públicos, empresas, universidades, escue- las… Muchos se inspiran en las ideas de Robin DiAngelo, autora de White Fragility (2018), y en las de Ibram X. Kendi, autor de How to Be an Anti-Racist (2019). Ambos libros dispararon sus ventas tras la muerte de George Floyd.

A diferencia de DiAngelo, que considera racistas a los blancos socializados en países con fuertes desigualdades raciales, Kendi no vincula la etiqueta de racista a la condición personal sino a lo que cada cual hace o no hace en cada momento. Este enfoque convierte a Kendi en una voz singular dentro del lado de los identitarios. Por desgracia, la contundencia de otras ideas suyas acaba endureciendo lo que parecía una forma más constructiva de concienciar sobre la injusticia racial.

Su tesis más famosa es que solo caben dos posiciones frente al racismo: o eres antirracista (es decir, o apoyas de forma activa políticas públicas e ideas contra el racismo), o eres racista. No existe el no racismo, como tampoco existe un Estado racialmente neutro, uno de los grandes mitos que, según él, alimenta el racismo. Por eso, se puede ser racista por omisión, como proclama el eslogan que popularizó BLM: «El silencio es violencia».

En la práctica, para Kendi, la única forma que tenemos de no ser racistas es apoyar «la discriminación antirracista»; esto es, lo que en EE.UU. se conoce como acción afirmativa o discriminación positiva. El corolario lógico de este planteamiento es inequívoco: o apoyas la protección especial para las minorías raciales, o eres un racista. Y por si hubiera dudas, Kendi lo afirma expresamente: «Oponerse a las reparaciones [a los descendientes de los esclavos] es ser racista. Apoyar las reparaciones es ser antirracista. El terreno medio es terreno racista».

Este es uno de los giros decisivos que ha traído la mentalidad woke. Antes, la discriminación positiva era un tema sobre el que cabía debatir: como cualquier política pública, admitía argumentos a favor y en contra. Ahora, si te opones a esas medidas, eres racista. Más allá del debate sobre el racismo, sus ideas muestran hasta qué punto se ha vuelto aceptable en la conversación pública el chantaje «o bendices mis puntos de vista o me odias».

EL PROYECTO 1619

Muchos de los postulados de la TCR y del antirracismo de Kendi han llegado al gran público por la vía del Proyecto 1619, una iniciativa de memoria histórica promovida por The New York Times. Comenzó en ese mismo diario como una colección de artículos periodísticos, pero luego dio el salto a la escuela.

Sus partidarios quieren que las nuevas generaciones tomen conciencia de que la esclavitud, el racismo o la expropiación de tierras a indígenas son pecados originales de los que la sociedad estadounidense debe redimirse. Por eso, sostienen que la fecha fundacional de EE.UU. no es 1776, año en que las Trece Colonias declararon su independencia del Reino de Gran Bretaña, sino 1619, año de la llegada de los primeros esclavos negros.

Además, esta versión menos triunfalista de la historia de EE.UU. exige una serie de deberes: admitir que si hay desigualdad de resultados es porque el sistema está amañado en contra de los negros; reconocer que la persistencia de ese «racismo estructural» está impidiendo el progreso social de los afroamericanos; tomar conciencia (check your privilege) de las ventajas que acompañan a todo blanco desde su nacimiento, etc.

El empeño por llevar esta narrativa a las escuelas –normalmente a través de los cursos de Diversidad e Inclusión– es lo que ha provocado un fuerte movimiento de protesta entre los padres, los medios conservadores y el Partido Republicano.

REACCIONES A DERECHA E IZQUIERDA

Aunque el ruido mediático viene de antes, la batalla real comenzó cuando Donald Trump decidió entrar de lleno en este asunto en septiembre de 2020, a tan solo dos meses de las elecciones presidenciales que perdió contra Biden. Además de prometer una «educación patriótica» en los colegios públicos y de condenar la «propaganda tóxica» de la TCR y del Proyecto 1619, lo más sonado fueron dos decretos presidenciales: uno, para prohibir la financiación con fondos federales de cualquier formación basada en los postulados de la TCR o sus derivados; el otro, para crear una comisión encargada de defender el «legado de 1776». El mismo día que Joe Biden tomó posesión como nuevo presidente de EE.UU., el 20 de enero de 2021, anuló esas dos órdenes ejecutivas, lo que da idea de la importancia que ambos mandatarios dieron a esta cuestión.

Una vez desalojado Trump de la Casa Blanca, han persistido las protestas de los padres contra la TCR. Entretanto, los legisladores republicanos en varios estados están promoviendo proyectos de ley para evitar el adoctrinamiento woke. Pero algunos van más lejos e impiden debatir con alumnos de secundaria sobre racismo o sexismo, sobre la interpretación de la historia o sobre los postulados de la TCR. El resultado es bastante paradójico: en nombre de la «educación patriótica», se proscribe la educación cívica.

También la izquierda tiene sus contradicciones, como cuando penaliza el pluralismo de ideas en nombre de la diversidad. Así lo denunciaron los 153 intelectuales, en su mayoría de izquierdas, que firmaron la famosa carta publicada en la revista Harper’sEl texto celebra los avances logrados por los activistas de la «justicia racial y social», pero también denuncia que, en nombre de ese compromiso, se haya dado vía libre a prácticas «que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia hacia las diferencias en favor de la conformidad ideológica». A juicio de los firmantes, la resistencia a «las fuerzas del iliberalismo» de derechas no puede ser una excusa para la propia intransigencia. La carta puso en marcha una conversación global sobre la «cultura de la cancelación», a la que se han ido sumando personas de las más variadas tendencias.

La amenaza del iliberalismo woke es real. Entre otras cosas, porque –como hemos visto– sus propios postulados cuestionan el orden liberal. Pero también es real el Gran Iliberalismo que encendió la mecha de la revuelta wokela discriminación y la injusticia racial. Las sociedades que quieran ver menos turbas tomándose la justicia por su mano, tendrán que despertar y tomarse más en serio los gemidos de dolor a los que dio voz George Floyd: «Me duele todo. Necesito agua o algo, por favor, por favor. No puedo respirar, agente».

por Juan Meseguer 21 julio, 2022
Texto procedente del número impreso de Nueva Revista 181

Woke

[En su uso como adjetivo, la palabra se agregó oficialmente al Oxford English Dictionary (OED) en junio de 2017. Ofrecemos a continuación el texto del OED, traducido al español, sobre la evolución de esta palabra.]


Wake, woke, woken son las tres formas del verbo irregular wakeque en español significa “despertar” o “estar en vela”, en sus acepciones más habituales. La última, wokencorresponde al participio pasado habitual en inglés moderno, pero en algunas variedades históricas y contemporáneas la forma del pasado, woketambién se utiliza como participio. El uso de este participio en algunas variedades afroamericanas del inglés ha generado un significado adjetival que en los últimos tiempos ha cobrado importancia en el uso generalizado estadounidense, lo que ha motivado la inclusión de una nueva entrada para woke como adjetivo.

El significado original del adjetivo woke (y anteriormente woke up) era simplemente “despierto”, pero a mediados del siglo XXwoke se extendió de forma metafórica para referirse a estar “consciente, alerta” o “bien informado” en un sentido político o cultural. En la última década, ese significado se ha generalizado con un matiz particular de estar «alerta ante la discriminación y la injusticia racial o social», popularizado a través de la letra de la canción Master Teacher de Erykah Badu de 2008, en la que las palabras «I stay woke» sirven de estribillo, y más recientemente a través de su asociación con el movimiento Black Lives Matter, especialmente en las redes sociales.

Este uso ya consolidado de woke, y predominante en los últimos tiempos, se ha convertido en un emblema de las formas en que la cultura y el lenguaje de los negros estadounidenses son adoptados por personas no negras que no siempre aprecian su contexto histórico y cultural completo. Por ello, resulta especialmente interesante que la primera cita de wokecomo adjetivo en sentido figurado, proceda de un artículo publicado en 1962 por el novelista afroamericano William Melvin Kelley en The New York Timesque llevaba por título «If you’re woke, you dig it» (si estás atento, lo pillas), que describe cómo los beatniks blancos (seguidores de la cultura beat que surgió en EE.UU. en la década de los cincuenta con autores como Allen Ginsberg, Jack Kerouac o William S. Burroughs) se apropiaban del argot negro de la época. El artículo estaba ilustrado con una caricatura de lexicógrafos luchando por entender «el idioma negro de hoy» (The New York Times, 20/5/1962, p. 45).

Traducción: © Pilar Gómez.

2.- (Don’t) be woke, my friend: ¿defensa de las minorías o tiranía distópica?

El vocablo inglés woke ha pasado a estar cada vez más presente socialmente, especialmente en el contexto norteamericano -de donde proviene-, si bien está aumentando su presencia en el espacio europeo e hispánico. No obstante, abundan las dudas sobre su significado, pues según una encuesta del año pasado en Reino Unido -elaborada por el King’s College- los entrevistados no tenían claro si se trataba de un término elogioso (26%), o insultante (24%), mientras que más de la mitad de los entrevistados desconocían su significado. Una contradicción más aparente que real porque el término es reivindicado por unos como signo de avance social en defensa de minorías identitarias históricamente agraviadas, a la par que es denostado por otros, como una nueva tiranía que somete a la dictadura de una “corrección política” asfixiante bajo condena de “cancelación” -o muerte civil- del discrepante. En cualquier caso, la polarización está servida.

Por tanto, vamos a intentar arrojar algo de luz sobre esta cuestión comenzando por los aspectos filológicos y concluyendo por los filosóficos. Su significado literal equivale al pasado simple de la palabra “despierto” en el inglés de los afroamericanos estadounidenses -African-American Vernacular English (AAVE)-; aunque su raíz verbal también se emplea desde hace décadas con la expresión compuesta “stay awoke”: permanece despierto; o también “great awokening” -gran despertar-.

Pero el término simple woke ha experimentado un auge, principalmente desde 2010, para aludir entre sus defensores a un necesario “estado de alerta” o de despertar ideológico frente a las discriminaciones y prejuicios raciales, que se ha extendido “interseccionalmente” -en la terminología woke– a las cuestiones llamadas de género, del colectivo LGTBI, vinculándose a su vez todos estos temas con una nueva “justicia social”, muy lejana ya de la cuestión social obrera, o del subdesarrollo económico.

Pero este movimiento, lejos de limitarse a un pasivo “estado de alerta”, conlleva un intenso activismo social, normalmente movilizado desde grupos sociales o de presión –como el movimiento Black Lives Matter (BLM)-, especialmente en calles, redes sociales, medios de comunicación, cines, universidades, empresas (woke-capitalism) o despachos gubernamentales y de organismos internacionales. Todo ello orientado a promover un cambio social efectivo en retroalimentación con su trasposición en políticas públicas nacionales e internacionales.

No alude, por tanto, a una sola sino a varias ideologías, con la particularidad de estar alineadas con un discurso progresista de izquierdas. Por lo que más que una ideología stricto sensu, se trataría de un movimiento para-ideológico, es decir, de un movimiento social llamado a potenciar y vertebrar “interseccionalmente” las estrategias de determinados planteamientos o contenidos ideológicos (progresistas) para maximizar su efectividad social y política, minimizando a su vez las posibilidades de disidencia -o “cancelando” a sus disidentes -.

Asimismo, es frecuente referirse a este término como “ideología woke”, así como “movimiento”, “cultura”, o incluso como “filosofía”. Ciertos críticos la asocian igualmente a una especie de “religión” laica -o laicista-, en el sentido que han atribuido diversos autores como George Steiner o Dalmacio Negro a los movimientos ideológicos contemporáneos. No olvidemos que la presencia de lo religioso en la esfera pública ha venido siendo mucho más intensa en EEUU que en el contexto europeo, si bien dentro de un esquema fundacional de libertad religiosa y de expresión que pretende “superarse” desde los planteamientos woke, en cierta mímesis con antiguos confesionalismos estatales.

En el extremo de las posiciones críticas, se asocia este movimiento con cierto sectarismo neo-inquisitorial, o fanatismo ideológico propio de una “woketopia”, neologismo que recuerda el carácter utópico, o más bien distópico, con el que se impusieron determinadas ideologías totalitarias en el pasado, justificando sus sacrificios de libertad precisamente en aras de nobles ideales como el de progreso, justicia o equidad. Otros elementos proto-distópicos que se asocian al fenómeno woke serían: el de la revisión ideológica de la historia y del canon de obras del cine y la literatura, así como la creación de un nuevo lenguaje –“neolengua”- o jerga de términos cargados ideológicamente; o el señalamiento de los disidentes como enemigos a los que odiar en las redes, a través de las llamadas “shitstorms” (literalmente: “tormentas de mierda”) o linchamientos digitales -algunos de los cuales han devenido en suicidio-. Sin olvidar la muerte civil que supone la “cultura de la cancelación”. Todo ello, elementos que pueden encontrarse en novelas distópicas como 1984Un mundo feliz, Fahrenheit 451.

Pero cierta precaución que señalan varios de sus analistas es la de distinguir entre los asuntos morales que hay detrás de estos movimientos -su fondo- (anti-racismo, defensa de la mujer, o de las personas LGTBI, etc.) y el carácter más o menos impositivo con el que estos eventualmente se defienden desde el mismo -sus formas-. Así como la distinción entre estas causas morales y las particulares versiones radicalizadas de anti-racismo, o de feminismo, que los activistas woke eventualmente defienden, tales como la “teoría crítica racial”, o el feminismo queer, respectivamente. Efectivamente, no es lo mismo defender la equidad racial que defender la “teoría crítica racial”, o no es lo mismo defender la causa de la mujer que (tener que) defender necesariamente la versión queer sobre el género.

De hecho, hay encendidos debates o pulsos incluso en el seno del feminismo progresista sobre determinadas interpretaciones queer, (véase la polémica Martha Nussbaum vs. Judith Butler, o las argumentaciones de Amelia Valcárcel). El caso de la autora de Harry Potter, J. K. Rowling, que sigue canceladísima y bajos constantes amenazas de muerte, tiene mucho que ver con su defensa en un tweet de un feminismo centrado en el sexo femenino, lo cual le valió la etiqueta homofóbica de TERF (feminista radical trans-excluyente). La identificación entre una cuestión moral y alguna de sus versiones ideológicas se torna más problemática cuando se considera que discrepar de dichas versiones de feminismo o de racismo, supone oponerse u “odiar”, a la mujer, o a las personas negras; problema extensible respecto a las personas LGTBI y otras minorías.

De hecho, también están surgiendo otras versiones  ideológicamente exacerbadas de causas nobles como las de los derechos de las personas con discapacidad. En este sentido, ha surgido la “teoría crip” -del término inglés “crippled”, que significa tullido-, una variante de la “teoría queer” pero aplicada a la discapacidad, en función de la cual no habría “personas con discapacidad” sino personas con “diversidades funcionales”, como tampoco hay “enfermedad” sino “condición de salud”, etc. Todo ello hace necesario combatir las concepciones “capacitistas” del “cuerpo normativo” mediante un activismo que comienza por un “salir del armario crip”, combatir el lenguaje contrario, movilización social, etc. Así, una discapacidad física -como sordera, ceguera…- no tiene ya base biológica, sino que pasa a ser un rasgo, incluso positivo, de identidad, deviniendo sus eventuales dificultades en un asunto de justicia social. Consecuentemente, la mera designación “discapacidad”, o “enfermedad”, podría pasar a considerarse una expresión de odio hacia dicha identidad.

Pero esto no es nuevo, en el año 2002 el diario El País -nada sospechoso de conservadurismo-, bajo el título “Sordera de encargo” editorializaba como “aberrante” el hecho de que una mujer sorda de EE.UU. hubiera escogido a un donante sordo en su inseminación artificial para así aumentar las probabilidades de que su hijo fuera igualmente sordo, en la convicción de que ser sordo no era ninguna enfermedad o discapacidad, sino algo positivo. Días después, una airada representante de la Confederación Nacional de Sordos replicaba en el mismo diario: “¿Qué es lo aberrante, que por un cálculo de probabilidades resulte sordo? Entonces, ¿lo aberrante es que ellas, y nosotros, pensemos que ser sordo es algo positivo, al menos tan positivo como puede serlo ser negro o blanco, mujer u hombre, heterosexual u homosexual? Porque, efectivamente, eso es lo que pensamos.” (F. Pino, “¿Sordera de encargo?”El País, 22.4.2002). De este editorial sobre un hecho que entonces tildaba de aberrante y huxleyano, probablemente hoy se desdeciría el mismo diario que lo publicó, y, ni que decir tiene, de la crítica añadida de que la pareja en cuestión fuera de lesbianas, ya que según el editorial ello suponía: “privar al niño de una de las dos referencias, masculina y femenina, que conforman la estructura psíquica del ser humano. Algo que plantea dudas de legitimidad.” (“Sordera de encargo”, El País, 10.4.2002).

REVISIONISMO HISTÓRICO

Uno de los ámbitos de las polémicas woke se refiere al revisionismo histórico sobre los colonialismos, o al esclavismo norteamericano, con el subsiguiente derribo o ataque a las estatuas de Colón, san Junípero Serra, Cervantes, o de pa­dres fundadores norteamericanos como George Washington o Thomas Jefferson. En cuanto a la revisión del canon de gran­des obras del cine y de la literatura, ha llevado a la cancelación total o parcial, de numerosas obras, afectando a autores clási­cos como Platón, Aristóteles, Kant, Dante, Shakespeare, etc.

Por supuesto, también a películas como Lo que el viento se llevóretirada de la plataforma HBO, y Canción del Surreti­rada de Disney, por su «racismo sistémico». La Academia de los Oscar ha abierto cierta polémica woke por la aprobación de nuevos criterios para la concesión de mejor película a partir de 2025, a saber: al menos un protagonista que no sea blanco; 30% de personajes secundarios mujeres, minorías LGBTQ o discapacitados; o que el tema de la película trate sobre alguna de estas minorías; criterios extensibles a los equipos de pro­ducción de las películas. La polémica en películas de Disney lleva tiempo abierta y se ha agudizado al introducirse una es­cena lesbiana en Buzzlightyear –última entrega de Toy Story–así como por la batalla del gobernador anti-woke de Florida por retirar a Disney sus privilegios fiscales en dicho estado.

Otra polémica anti-woke, protagonizada por el goberna­dor de Florida, además de la ley para impedir hablar sobre identidad de género en las escuelas a niños menores de ocho años, fue su rechazo a reconocer el primer puesto en una competición de natación femenina a una persona transexual, a cuya holgada victoria se opusieron igualmen­te sus competidoras –encabezadas por la medallista olím­pica E. Weyant–, que propusieron un podio alternativo al considerar una victoria injusta la de L. Thomas.

Recientemente, el informe de la American Library Associa­tion relativo a las obras censuradas en bibliotecas públicas de Estados Unidos durante 2021, señala 729 títulos retirados. Entre los libros más censurados en EE.UU. está paradójica­mente Un mundo feliz, de A. Huxley, así como Matar a un ruiseñor, El guardián entre el centenoDe ratones y hombres, de John Steinbeck. Es cierto que entre los motivos de censura también contempla su potencial influencia perjudicial sobre niños y jóvenes al contener  sexualidad, violencia, o drogas, lo cual apunta a cuestiones fuera de este análisis. Pero también hay libros infantiles o juveniles retirados por promover o ata­car la visión sobre el género LGTBI; por problemas raciales, como en la quema de libros de Tintín en el Congo en colegios de EE.UU. Pero lo que es  inequívocamente relevante para nuestro tema es la prohibición, censura o incluso destrucción, de libros para el público adulto por su contenido sexual, por lenguaje ofensivo, por oponerse al movimiento LGTBI, etc.

EL CALDO DE CULTIVO DE LAS UNIVERSIDADES

La Universidad también está en el ojo del huracán woke, pues para muchos el caldo de cultivo de esta mentalidad se ha coci­nado lentamente en aulas, cursos y publicaciones académicas, con la promoción de teorías posmodernas y de la teoría crítica, primero, y la teoría crítica racial, o del feminismo de tercera ola y la teoría queer, en las últimas décadas. En cualquier caso, son numerosas las polémicas suscitadas a partir de la cancela­ción de profesores por denuncias de colectivos woke, las cuales van desde un chiste supuestamente misógino –«woke joke»–, como el que puso al Nobel de Química Tim Hunt (University College, Londres) en el punto de mira; o el caso del célebre profesor John Finnis de las Universidades de Notre Dame y Oxford, por supuestas afirmaciones homofóbicas (véase su ar­tículo Law, Morality, and Sexual Orientation, 1994).

Asimismo, ciertas universidades de EE.UU. están siguiendo a rajatabla la aplicación del programa woke aplicando la «teoría crítica ra­cial» a través de comités de «Diversidad, Equidad e Inclusión» e impartiendo programas con cursos y talleres obligatorios de «sensibilización racial», como narra Jodi Shaw, del Smith College de Massachussets. En ellos, se le obligaba a confesar su «privilegio blanco» y a exponer actos de racismo llevados a cabo en su vida, así como a superar los prejuicios de la «blan­cura» (whiteness), o a evitar la «apropiación cultural» por parte de los blancos (como disfrazarse con elementos de otras cultu­ras, cantar hip-hop, o incluso llevar trenzas).

La propia negativa a participar en estos cursos –muy frecuentes en grandes empresas–, o a confesar dentro de ellos sus supuestos antecedentes biográficos racistas, se­gún afirma Shaw, era interpretable como un caso de «fra­gilidad blanca» y como una agresión racial, con la conse­cuencia del despido. También en colegios y universidades se están creando lo que en terminología woke se denomina «espacios seguros», lugares reservados para la autoafirma­ción identitaria de miembros de un grupo racial (A. Barro, «Doctrina «woke» (I): fundamentalismo identitario y hos­tilidad racial en los campus de EE.UU.», 2021; y «Doctri­na «woke» (II)» en El Confidencial).

CRECIENTE POLARIZACIÓN SOCIAL

La situación viene generando una creciente polarización so­cial, por lo que incluso referentes progresistas negros como Barack Obama han mostrado sus reticencias ante los excesos dogmáticos del movimiento woke, si bien otros líderes, como el británico Boris Johnson, que se ha mostrado muy crítico e incluso sarcástico en otras ocasiones contra los snowflakes –copitos de nieve, en la terminología anti-woke–, ha defen­dido más recientemente que no hay nada malo en ser woke, cuando le preguntaron por el presidente Biden.

Ni que decir que el anterior presidente Donald Trump se convirtió en todo un icono anti-woke, posición que en la actualidad está asu­miendo el empresario Elon Musk, con sus críticas a Netflix y Twitter por su deriva woke y la reciente compra de esta última, para, según él, garantizar en ella la libertad de expresión. Cier­tamente, hay una fuerte polémica sobre los criterios ideológi­co-morales que aplican redes sociales como Twitter, YouTube, o Instagram, para censurar cuen­tas o contenidos de sus usuarios.

Una manifestación de esta polarización fue la famosa car­ta abierta de 2020 por parte de intelectuales, escritores y periodistas de talante liberal –como Noam Chomsky, F. Fukuyama, o la propia J. K. Rowling– denunciando el cli­ma reinante de rígida falta de libertad y de cancelación. Aun­que una contracrítica es que el movimiento contra-woke lo que ha hecho es criminalizar o ridiculizar una serie de pro­testas legítimas que además estaban consiguiendo recupe­rar la importancia de cuestiones morales en la vida pública (véase, Lucía Lijtmaer, Ofendiditos, Anagrama, 2019).

En cuanto a la raíz de la filosofía woke, mientras que para algunos autores se trata de una mayor toma de conciencia pública de problemas sociales, para otros autores, como Jordan B. Peterson, se trata de un discurso que llama a una nueva lucha de clases, cuya raíz última está en el denominado marxismo cultural o izquierda identitaria. Por su parte, el filósofo John Gray ha comparado a los activistas woke con los bolcheviques comunistas de 1919 -viendo raíces comunes en los milenarismos medievales y en el anabaptismo radical- (J. Gray, “The woke have no vision of the future”, Unherd, 2020). En este mismo sentido, el autor James Lindsay considera la cultura woke como una fusión entre marxismo cultural y posmodernismo, bautizándolo como un “leninismo 4.0”, en continuidad con los de Lenin, Stalin y Mao -especialmente el de la “Revolución Cultural”-; y a su vez ha creado el sitio web New Discourses para su análisis ideológico.

EL LENGUAJE, CAMPO DE BATALLA

Como buen posmodernismo aplicadola “filosofía woke” se nutre de presupuestos existencialistas de Foucault, Derrida y Lyotard, así como de otros planteamientos constructivistas desde los cuales se cuestiona la idea de realidad, esencia, o naturaleza de las cosas -especialmente de naturaleza humana-, borrándose las fronteras entre los conceptos y en última instancia la verdad. Todo es objeto de construcción social y por tanto de de-construcción y de re-construcción, haciendo del lenguaje un campo de batalla, ya que este es una mera expresión del poder ideológico. También cabría recurrir a la teoría de Scheler sobre el “resentimiento en la moral” para explicar su peculiar filantropía basada en un cierto resentimiento, que además no sabe perdonar, como ha señalado Remi Brague.

Otra línea de analistas, apuntan en cambio a su posible origen en el liberalismo progresista, o a en todo caso a un origen híbrido como alianza estratégica entre el liberalismo progresista y el progresismo de izquierdas, para lograr así una mayor “interseccionalidad” en la aplicación de lo que Anthony Giddens denominó “agenda progresista”. No olvidemos que incluso en padres del liberalismo clásico, como John Locke podemos encontrar gotas de intolerancia respecto a determinados grupos sociales que se consideran peligrosos. En su Ensayo sobre la tolerancia, respecto a los católicos -a los que denomina despectivamente “papistas”-, Locke considera que “no se les debe tolerar que propaguen sus opiniones” para lo cual cabe emplear todos los medios necesarios ya que “como ocurre con las serpientes, nunca puedes prevenirte contra el veneno que esparcen usando medios amables”, señalando algo después en alusión al eventual empleo de métodos crueles contra los católicos que “menos que nadie pueden merecer piedad” (J. Locke, An essay concerning Toleration, 1667). Un argumento similar de que no cabe tolerancia para ciertos grupos fue aplicado por la teoría crítica de Herbert Marcuse a los movimientos de derecha. Como afirma en su Tolerancia represiva (1965): “Liberar la tolerancia, en consecuencia, significaría intolerancia contra los movimientos de derecha y tolerancia de los movimientos de izquierda”.

Pensadores de la tradición de la libertad, como Benjamin Constant, Alexis de Tocqueville, o John Suart Mill, ya nos advirtieron sobre el peligro de la tiranía social de las mayo­rías. Aunque, en este caso, se trataría de una tiranía de las minorías; o mejor dicho, de quienes se erigen en sus representantes y defensores. Cuando el tirano forma parte la sociedad, esta puede ejercer una tiranía más peligrosa con­tra la libertad que la opresión política porque esta tiranía puede penetrar hasta la médula social y extenderse hasta las ideas, el corazón y el alma de toda la sociedad.

Profesor de Filosofía Moral y Política de la Universidad San Pablo – CEU.

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